Trufa negra (Tuber melanosporum Vitt):
joya de Metauten y la sierra de Lóquiz

La trufa negra es un capricho de la naturaleza, y un manjar que hasta hace poquísimos años, en nuestra tierra, sólo lo han probado los jabalíes. Animales que, como buenos gourmets, la han buscado y degustado, y, como pioneros de la truficultura, a través de sus heces han ido sembrando de esporas los montes.

Pronto encontraron competencia. Plinio el Viejo, hace 20 siglos, dejó escrito que las trufas eran "un milagro de la naturaleza", y su contemporáneo Juvenal prefería que Libia enviara a Roma sus trufas y se quedara con sus granos y ganados.

A Luis XVIII se las llevaban desde Italia, y, en el país galo, políticos, escritores, nobles y sibaritas la llamaron, entre otras muchas cosas, "reina negra" o "emperatriz de las setas".


El cresterío de la sierra de Lóquiz (izquierda y centro) y las peñas de Echávarri (derecha) sirven de marco al distrito de Metauten y al valle de Allín (hasta el siglo XIX formaron una unidad administrativa). La fotografía está tomada desde el pueblo de Zufía. Encima del pequeño montículo con encinas se encuentra Arteaga, y al pie de la sierra, de izquierda a derecha, Metauten, Ollogoyen, Ollobarren y Ganuza. Seis concejos en los que viven poco más de trescientas personas.

De Francia, país al que tanto debe la alta cocina, llegó su conocimiento, su uso en los fogones, y también los buscadores.

Cuando el campo francés se fue abandonando, y la trufa comenzó a escasear en el momento en el que era más solicitada, buscadores franceses se trasladaron a principios de los años 50 a la Cataluña rural, y en compañía de perros se adentraban en los montes para regresar a las posadas y fondas con sacos llenos de un producto misterioso de fuerte, penetrante, y desconocido olor.

Su llegada, invierno tras invierno, suscitó el interés de los payeses, que pronto se dieron cuenta del tesoro que escondían sus montes. A partir de ese momento los catalanes comenzaron a recogerlo, y los franceses se convirtieron en intermediarios que adquirían el producto y lo llevaban a su país.


Tomada desde uno de los puertos que suben a la sierra de Lóquiz, al terminar el monte se ven dos de las primeras truferas que se plantaron en Navarra,  la balsa en la que se recoge el agua de escorrentía, y la caseta que corona el pozo de 60 metros de profundidad del que se extrae el agua necesaria para el riego. Bajo las truferas se ve Ollogoyen, más adelante Metauten, y, al fondo, Zufía. El horizonte lo cierran Montejurra (izquierda) y Monjardín.

Pronto los catalanes rebasaron las mugas de su tierra, y a partir de 1958 las fondas y posadas de Estella, Ancín o Acedo se llenaban en invierno de misteriosos personajes que vestidos pobremente salían al monte en compañía de perros, y regresaban con sacos llenos de un producto que olía igual que las "criadillas de tierra" que aparecían en los campos y, despreciando su fuerte olor, las tiraban bien lejos o las echaban a los cerdos.

La gente decía que eran unos cazadores muy raros, con perro y sin escopeta. Cuando conocieron el objeto de su presencia, quisieron participar del beneficio del misterioso producto, y en algunos valles de Tierra Estella comenzaron a subastar su recogida a unos precios (5.000 pesetas) que podríamos tildar de simbólicos.


Imagen de las truferas plantadas el pasado año en Ancín y Acedo en terrenos de antiguos encinares roturados. Habrá que esperar entre ocho y diez años para recoger el codiciado fruto.

Por los años 60 los pueblos de nuestra geografía estaban llenos de gente, los campos cultivados, los montes limpios..., y la recogida de la trufa (cientos de toneladas en España) alcanzó su máximo esplendor.

Pero fue como el "canto del cisne". Pronto comenzó el éxodo rural, los pueblos envejecieron y se despoblaron, muchos campos se abandonaron, y los montes, sin ganado, sin carboneo, y sin las limpiezas que se practicaban para obtener leña, se fueron cerrando de maleza, y la trufa, necesitada de los rayos de sol sobre su tierra, fue desapareciendo en proporción directa al avance de la sombra. Y prácticamente desapareció en su estado natural.

Esta regresión ya se había dado en Francia [se calcula que a finales del XIX la producción anual de Francia estaba en unas 610 toneladas (fuentes francesas elevan la producción hasta las 2.000 toneladas), mientras que hoy, entre silvestres y cultivadas, no pasa de 35] e Italia, naciones en las que surgieron iniciativas para dominar y cultivar el "producto más misterioso y más prodigioso de la Tierra", según opinión del escritor y divulgador gastronómico Julio Camba.


Una de las primeras plantaciones de encinas micorizadas, ya en plena producción. Alrededor de los árboles se ven las zonas sin vegetación (quemado-brûle) que delatan la existencia de la micoriza de la trufa. Al fondo, la sierra de Lóquiz.

Los primeros intentos fueron esperanzadores, y de forma simultánea, en el país galo y en el trasalpino, hacia 1975 se dieron las primeras micorizaciones en vivero, utilizando para ello dos técnicas elementales que, básicamente, permanecen.

Consiste, la primera, en desecar la trufa, desmenuzarla, y espolvorear con ella las raíces de las plantas.

La segunda, en dejar pudrir trufas deterioradas, hacer con ellas una papilla, facilitar la rotura de los sacos que contienen las esporas (aquí está la receta mágica de cada vivero), y mojar con ella las raíces para que las esporas se adhieran a la planta y comiencen su ciclo.

Para garantizarlo, es conveniente que las plantas procedan de frutos recogidos en las zonas en las que hay o ha habido truferas naturales (sólo a la bellota de encina se trasmiten las cualidades genéticas de la planta madre, ya que la fecundación cruzada de los robles lo impide), germinarlos y hacerlos crecer en sustratos estériles e inertes para evitar la contaminación por hongos no deseados.


El perro marca con su mano el lugar en que se encuentra enterrada la trufa.

Al final de la década de los 80 comenzaron a funcionar en Cataluña los primeros viveros de plantas micorizadas, y en 1989 llegó a Metauten un vástago de una importante familia catalana dedicada a la fabricación de pasta alimenticia y con fuertes intereses hoteleros en Baleares.

Este catalán, con don de gentes y vendedor nato, encandiló a la gente prometiéndole poco menos que el oro y el moro. Los llevó a Berga (Barcelona), donde tenía su finca, pagando el viaje y la comida, y los dejó ansiosos por participar del negocio que se les ofrecía.

Como el producto era totalmente desconocido en Navarra, intervino el departamento de Agricultura del Gobierno foral, y se consiguió que el agricultor sólo pagara un tercio de las 1.200 pesetas que costaba cada una de las 10.000 plantas que consiguió vender en Tierra Estella, y que, plantadas en 1990, fueron el inicio de las actuales plantaciones.


El recolector muestra la trufa que ha sacado de la tierra en el lugar señalado por el perro, y éste, junto con otro can, comen el premio que han recibido por haber hecho bien su labor.

El Gobierno navarro también se involucró en el futuro del nuevo cultivo, y encargó a Raimundo Sáez García-Falces, técnico del Instituto Técnico y de Gestión Agrícola de Navarra (ITGA) en Estella, que sacara tiempo de sus ocupaciones para interesarse por el nuevo producto, sentar las bases para su cultivo rentable, y a través de él recuperar terrenos marginales o semiabandonados, procedentes en su mayor parte de antiguos encinares roturados, y favorecer con la reforestación la formación de suelo.

Al disponer sólo de la información que procedía de los viveristas, la buscaron en Francia, desplazándose con los agricultores al Perigord, y trajeron un bagaje informativo que a la postre ha servido de poco.

Las primeras truferas se plantaron mezclando en la misma parcela el 35% de encinas, el 15% de robles y el 50% de avellanos. Pronto vieron que el roble no era planta adecuada, y que el avellano tenía un desarrollo muy rápido, requería mucha humedad, su ciclo era muy corto debido a la sequedad de nuestro suelo, y sus raíces se llenaban de hongos no deseados. Hoy no queda ninguno de los avellanos que se pusieron hace quince años.

Plantaron árboles en todo tipo de suelos, y vieron que en los arcillosos y frondosos se desarrollaban con gran rapidez, pero no había trufas porque la planta no necesitaba para su desarrollo la colaboración del hongo.


Una vez limpia, la trufa muestra una superficie negra, coriácea y brillante, y su interior lo forman bolsas negras, llenas de esporas, rodeadas de canalillos blancos que sirven para airearlas y comunicarlas con el exterior.

Así, a base de prueba y error, y con la gestión de truferas y el análisis de plantas testigo, el técnico llegó a la conclusión de que la planta adecuada a nuestra tierra es la encina, y de que la trufa necesita suelos calcáreos, pobres, sueltos y pedregosos, con lluvias en mayo y junio, (es cuando se agrupan las raicillas de la trufa dando lugar a los primordios), y con unos 100mm de agua durante los meses de julio y agosto para evitar que muera por falta de humedad.

Como el árbol micorizado no empieza a dar trufas hasta los ocho o diez años, era necesario conocer si se plantaba con el grado de micorización adecuado, y si estaba micorizado por Tuber melanosporum Vitt o por variedades no deseadas.

Entonces intervino Ana Mª de Miguel Velasco, profesora de Botánica de la Universidad de Navarra, que tras muchas horas de estudio y dedicación ha adquirido el conocimiento y la práctica suficiente para certificar la correcta micorización de las plantas que ofrecen los viveros, aconsejando el rechazo de aquellas partidas no micorizadas o con una micorización inadecuada.



Antes de plantar los árboles, para evitar fraudes o mermas en la calidad, se analizan al microscopio las raíces. En la fotografía, la profesora de Botánica Ana Mª de Miguel ajusta las lentes para que quienes acuden a la feria puedan ver las esporas.

Ambos técnicos (Raimundo y Ana María), que hoy están entre las personas más competentes en España en lo que a truficultura se refiere, a partir de 1992 encabezaron un proyecto de investigación financiado por el Instituto  Nacional de Investigaciones Agrarias (INIA), en el que colaboraron universidades extranjeras.

Ahora están trabajando con laboratorios catalanes para aplicar técnicas moleculares (PCR) en la identificación genética de las micorizas, y evitar así la dura tarea de lavar las raíces y observarlas al microscopio.

Gracias a ellos, y al entusiasmo y esfuerzo de muchos agricultores pioneros que arriesgaron su dinero y emplearon su tiempo en el cultivo de un producto misterioso y desconocido, hoy la truficultura en Tierra Estella (más del 90% de las plantaciones de Navarra están en las faldas de la sierra de Lóquiz) es un cultivo con futuro, en el que los truficultores ya no arriesgan como arriesgaron los pioneros.


Las raíces recubiertas (glomérulos) por las micorizas de la trufa, limpias de tierra presentan este aspecto. Las micorizas también protegen a las raíces de posibles infecciones, y facilitan la supervivencia de la planta en suelos difíciles.

Este año se han plantado en Ancín y Acedo, en encinares roturados que por falta de rentabilidad han tenido plantaciones de lavandilla (híbrido de lavanda y espliego utilizado en perfumería) y pies de viña, más de 130 hectáreas de encinas micorizadas.

Son plantaciones que, sumando las ayudas a la inversión, a la reforestación, a su mantenimiento durante los 5 primeros años, y durante 20 años por pérdida de renta agraria, puede decirse que cuentan con ayudas y subvenciones que cubren la casi totalidad del coste.


Una de las raicillas que hemos visto en la fotografía anterior, vista al microscopio presenta una especie de funda cuyo manto tiene aspecto de puzle (es lo que distingue a la trufa negra de otras variedades menos apreciadas). Del manto salen los filamentos que captarán los minerales y el agua que prestará al árbol, y en los que se formarán las trufas.

Todo este movimiento es consecuencia de iniciativas como el convenio que en octubre de 2004 firmaron en Ancín el presidente de la Asociación de Truficultores Lóquiz, el de la agencia de desarrollo TEDER de Tierra Estella, el gerente del ITG Agrícola, y Mª Pilar Fernández, vicerrectora de la Universidad de Navarra.


Esporas de la trufa vistas al microscopio. Son ellas las que le dan el color negro, el gusto, y el aroma.

De este convenio surgió la Feria de la Trufa que desde hace tres años se ha venido celebrando en Estella con una gran asistencia de público, y en la que participan productores, restaurantes que ofrecen pinchos trufados (el pasado año se vendieron más de 1.250 pinchos, con su correspondiente vino, a dos euros la unidad), viveristas, conserveros...

Y en la que se subastan dos trufas, con un peso conjunto de 245, cuyo producto (este año salió por 300 euros y se adjudicó por 1.200) se entrega por partes iguales a Anfas y a Anasaps.

Y como colofón, por el momento, el 10 de marzo se inauguró el "Museo de la Trufa. Centro de interpretación de Metauten", único en España y el más moderno y didáctico de Europa.

Promovido por el ayuntamiento del Distrito de Metauten (8,85%), con la cooperación de los fondos Leader Plus (3,25%), del Gobierno de Navarra (75%), y el patrocinio privado de Caja Navarra y M. Etxenike (11,50%), en él, con paneles y modernas técnicas audiovisuales, se da a conocer la trufa y su mundo, y se venden trufas, útiles para su laminación, y productos trufados.


Aspecto que ofrecía la III Feria de la Trufa, celebrada en Estella a principios de diciembre de 2006.

Ahora sólo queda que la Asociación de Truficultores Lóquiz (constituida el 13 de mayo de 2004 con diez socios para fomentar el desarrollo de la truficultura  a través de la investigación, experimentación, cultivo, formación, comercialización, consumo y divulgación, así como desarrollar turísticamente el entorno de la sierra de Lóquiz), con el apoyo del Museo y Centro de Interpretación, normalicen la venta, consigan la introducción del producto en el mercado español, y el interés de la potente industria conservera de Navarra.


En la feria, los productores muestran y venden las trufas...

De esa manera evitarán que al no existir mercado interior, y desconociéndose la producción, su destino, y sus precios, lo que ellos venden un tanto a ciegas (toman como referencia el precio que marca la lonja de Vic, y deben fiarse de la palabra de los intermediarios que van casa por casa ofreciendo un dinero que desconocen los demás) duplique en Francia su precio, y en la nación gala se quede el valor añadido derivado de su transformación y comercialización.


...los cocineros preparan pinchos elaborados con ellas...

Deben evitar que siga siendo verdad lo que en 1989 publicó Mª Jesús Gil de Antuñano en la revista "Restauradores": "El mercado de las trufas es algo insólito. El regateo se realiza en un bar del pueblo, un día fijo a la semana, y nunca está presente la mercancía. El comprador y el vendedor saben lo que vale el producto esa temporada porque llevan días oteando el horizonte de la comarca. Aquí rige la máxima discreción. Se puede estar contemplando el trato y asistiendo a la venta sin enterarse de nada. A veces habla por señas, otras en argot, hasta que se cierra el trato de palabra. Luego viene el pesaje en doble báscula -la del vendedor y la del comprador-, y la entrega de la mercancía, generalmente a altas horas de la madrugada y en lugares apartados y oscuros: montón de billetes contra montón de trufas. Y al terminar, si te he visto no me acuerdo. Aquí no ha pasado nada".


...el presidente de la Asociación de Truficultores, Serafín Nieva, olfatea una de las trufas...

Algunos datos y curiosidades sobre la trufa:

- Existen más de 30 variedades de trufa en el mundo, pero "el diamante negro de la cocina" es la llamada trufa negra, o trufa del Perigord (Tuber melanosporum Vitt).

Las otras variedades son de inferior o nula calidad culinaria, y últimamente se están introduciendo productos del Himalaya y China que de trufa tienen poco más que el nombre (No opino sobre la trufa blanca italiana, Tuber magnatum, de indudable calidad, pero que por su escasez es prácticamente desconocida).


...y, en el exterior del recinto, Javier Lander (uno de los primeros truficultores de Navarra) hace una demostración de recogida de trufas que previamente ha enterrado bajo el césped.

La trufa es un hongo subterráneo que vive en simbiosis con las raíces de ciertos árboles y arbustos, creando un órgano (micoriza) que comparten árbol y hongo, estableciéndose entre ellos una especie de sociedad de socorros mutuos.

La micoriza se forma en las raíces más finas de la planta, a las que envuelve el micelio del hongo. Sus hifas se introducen entre los tabiques de las células del árbol, y, hacia el exterior, una especie de hilillos muy finos (micelios) actúan como prolongación de las raíces, alcanzan gran profundidad, y se encargan de buscar los minerales y el agua que el árbol necesita.

La planta, obligada a hacer frente a periodos de sequía y a obtener la humedad en condiciones difíciles, agradece la colaboración del hongo y le proporciona nutrientes que elabora a través de la fotosíntesis y que la trufa no puede sintetizar.


En otro momento de la recogida de la trufa, el perro señala el lugar en que se encuentra.

Durante los meses de mayo y junio se empiezan a formar las trufas (primordios), que, si el verano tiene la suficiente humedad, irán desarrollándose hasta madurar entre los meses de noviembre y marzo.

La cubierta del hongo está formada por protuberancias verrugosas muy duras, poligonales, y estriadas longitudinalmente.

Su carne, muy dura, va pasando del color blanco al rojo, para llegar al negro violáceo cuando alcanza la maduración. Entonces desprende un olor muy fuerte y penetrante, y su sabor es dulce.


Javier Lander escarba en el lugar señalado por el perro, y éste comprueba el resultado mientras espera el premio.

Cada trufa suele medir entre 2 y 8 centímetros, y se encuentran enterradas a una profundidad de entre los 10 y los 40 centímetros.

Una vez madura se descompone, y por mecanismos no muy conocidos se dispersan sus esporas buscando nuevas raíces.

Los jabalíes y otros animales también se encargan de extenderlas a través de sus heces.


El "Museo de la Trufa. Centro de Interpretación de Metauten", inaugurado el 10-03-07.

El hongo prefiere los suelos calcáreos, preferentemente pedregosos, con exposición Sur u Oeste (nunca al Norte), y entre los 100 y los 1.500 metros de altitud. Admite temperaturas extremas de entre los -6 y los 32 grados C.

Para la plantación de truferas se recomiendan los terrenos que han tenido cereales y leguminosas (de esa manera se evitan los hongos competidores que afectan a su desarrollo), y su cultivo, con densidades de unas 250 plantas por hectárea, no admite el volteo de la tierra ni el uso de rotavatores.


Acto de inauguración del "Museo de la Trufa", apadrinado por el restaurador Koldo Rodero. En la mesa, el alcalde del Distrito de Metauten, tres consejeros del Gobierno de Navarra, y el presidente del TEDER.

La pluviometría ideal de la zona debe estar entre los 500 y los 900 mm/año, con un aporte hídrico de al menos 50 mm en primavera, y 100 mm durante los meses de verano. Si no se dan estas precipitaciones, o no se compensan con el riego por aspersión, puede secarse la trufa.

Como ejemplo, en 1997, con un verano muy lluvioso, se estima que en España se recogieron unas 120 toneladas. Las misma truferas, el año siguiente, con un verano muy seco, sólo dieron 7 toneladas.


Entre el público, Raimundo Sáez García-Falces y Ana María de Miguel Velasco, expertos en truficultura, cuyo asesoramiento técnico ha permitido que los truficultores de Tierra Estella se sitúen, dentro de España, en un lugar destacado.

Las producciones avanzan conforme las truferas envejecen, y algunos autores consideran que en condiciones adecuadas pueden dar una media de unos 30 kg/ha/año.

Alcanza precios elevadísimos, pero, hasta la fecha, ninguno de los truficultores pioneros ha podido rentabilizar la inversión realizada.

No obstante, continúan ilusionados: la trufa engancha, y hay personas que viven por y para la trufa.


Algunos productos que el "Museo de la Trufa" tiene a la venta.

Los hongos se localizan con perros adiestrados, pero hay dos testigos de su existencia: la desaparición de casi toda la vegetación en torno al árbol (quemado-brûle), la cual retrocede en la medida que avanza el micelio de la trufa, y la existencia de una mosca (Helomyza tuberívora) que pone los huevos en ella.

Hay truficultores expertos que dicen conocer la localización de las trufas observando a la mosca y cavando donde ésta se ha posado.


En el "Museo de la Trufa", una escultura representa el medio en el que se encuentra y las herramientas utilizadas en su recolección.

Una misma trufa de 20 gramos, por ejemplo, puede servir para trufar unos huevos (guardarla con ellos dos días en un recipiente cerrado), para aromatizar cinco litros de aceite u otros líquidos (macerarla en ellos durante tres días), y utilizarla para condimentar diversos platos, sean primeros, segundos, o postres.

Con ella se puede trufar mantequilla, aguardientes, nata, vinagres, patés o quesos, y unas pequeñas láminas o porciones pueden enriquecer cualquier plato y darle un toque muy apreciado.


Los visitantes observan los paneles y ven los audiovisuales.

Para extraer todo su sabor y aroma es mejor consumirla en fresco, pero puede conservarse en forma de papilla o en un frasco con salmuera.

En todos los casos, incluidos los líquidos trufados, es necesario cocer el alimento al "baño María" (El nombre recuerda a María, hermana de Moisés, considerada como la primera alquimista) para evitar la descomposición de los preparados.

Puede conservarse congelada, raspándola para su utilización parcial.


Desde el interior se puede contemplar el roquedo de la sierra de Lóquiz.

Otras comarcas truferas son El Maestrazgo en sus vertientes castellonense (Morella) y turolense (Mora de Rubielos), así como Graus (Huesca) y Abejar (Soria). En ésta provincia, en 1969 (en Francia las primeras plantaciones datan de principios del XIX), un navarro de apellido Arotzarena realizó la primera y mayor plantación realizada en España (600 ha.). Lo hizo con plantas sin micorizar, le dio la mitad de su apellido (AROTZ), y hoy está en plena producción.

En el mundo, con Francia, Italia y España compiten las nuevas plantaciones de EEUU y Nueva Zelanda.

Y entre todas ellas, Tierra Estella, además de la trufa negra ofrece a la gastronomía productos de calidad indiscutible, como espárragos, pochas, alubias negras y pintas, pimiento del piquillo, alcachofa, vinos y aceite.

El Museo (www.museodelatrufa.com) puede visitarse. Mes de julio: jueves, viernes y domingo, de 10 a 14 horas; sábados, de 10 a 14 y de 17 a 20. Mes de agosto: de miércoles a sábados, de 10 a 14 y de 17 a 20; domingos, de 10 a 14 horas. Semana Santa y puentes, de 10 a 14 y de 17 a 20 (último día de los puentes, de 10 a 14). El resto del año, sábado de 10 a 14 y de 17 a 20; domingos, de 10 a 14.

Sus paneles y audiovisuales versan sobre los siguientes temas: El misterio de la trufa. La trufa negra. El ciclo biológico. Hábitat y ecología-Paisaje de la trufa. La trufa al microscopio. La truficultura. Búsqueda y recolección. Gastronomía. El mercado de la trufa.

En el interior del cilindro situado en el centro del Museo hay una sala de proyecciones, y en una vitrina se muestra una trufa al natural.

Comienza el Museo con una zona de recepción, y termina con un punto de venta de trufas, útiles de cocina para su laminación, y productos trufados.

Mi agradecimiento a Raimundo Sáez García-Falces y a Ana María de Miguel Velasco, sin cuya información y fotografías no hubiera podido realizar este reportaje.

Abril de 2007

 

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© Javier Hermoso de Mendoza