El hundimiento de la fachada del céntrico convento estellés es otro de los accidentes que hemos sufrido en los "años negros" que para Estella han supuesto las últimas legislaturas, y, especialmente, 2004, 2005 y 2006.
A ilustrar estos "años negros" está dedicado el reportaje "Fuego en la ciudad", el que ahora ofrezco, y algún otro que colgaré más adelante.
El jueves 25 de noviembre de 2004, poco antes de las 23 horas, la fachada y la primera crujía de un edificio de planta baja y tres alturas, situado en la céntrica plaza de Santiago, se vino abajo con gran estrépito llenando todo de polvo y cubriendo de escombros la calzada. Pocas horas antes, en la plaza se celebró el mercado de los jueves, y toda ella estaba llena de gente y de puestos de venta. Entonces, a la mente de todos los estelleses volvió el recuerdo de las dos víctimas mortales que el 27 de febrero del mismo año provocó la caída de un pequeño muro.
Un conductor que se dirigía al domicilio vio cómo la fachada caía delante de su coche, y suspiró aliviado por los escasos segundos que la diosa Fortuna le concedió para no ser cogido por el rápalo y acabar aplastado por los materiales que vio caer ante sus ojos: "El ruido ha sido enorme, como una bomba. Y después, una humareda impresionante: no se veía nada. Me he quedado aturdido dentro del coche; no podía reaccionar. Un segundo más y se me viene todo encima".
Dos policías municipales que tomaban café en el bar de enfrente se dirigieron a la carrera, y "sólo entonces he sido capaz de moverme y bajar del coche. Ha sido un susto terrible", decía a la prensa.
Otra persona, trabajador de un establecimiento próximo, estaba depositando la basura en unos contenedores situados a pocos metros del edificio, cuando oyó el ruido y se vio rodeado de polvo. "No sé si estoy de suerte y me libro por poco, o gafado", decía al recordar que pocos meses antes le tocó ver de cerca la caída del muro que en el paseo de la Inmaculada se llevó la vida de dos mujeres.
Yo estaba trabajando con el ordenador cuando oí un ruido similar al producido por objetos metálicos arrastrados sobre adoquines, y asomado a la ventana pude ver caer una de las torres del edificio. Al ruido metálico producido por la rotura y aplastamiento de los andamiajes siguió un estruendo final, y mi esposa se levantó del sofá asustada al notar que la casa temblaba.
Pero el susto que nos llevamos no es comparable al que experimentó la familia que vivía en el edificio sobre el que cayeron los escombros.
"Estaba en la cama y he oído un ruido, pero pensé que se trataba de una camioneta que había chocado. Es entonces cuanto mi hijo me ha dicho que saliéramos corriendo, que corríamos peligro. Creo que la Virgen del Puy, a la que ayer fui a visitar, me protege, porque estoy viva", comentaba la madre, de 82 años de edad.
Su hijo afirmó a la prensa: "No estamos muertos de milagro. Volvimos a nacer. Estaba viendo la televisión cuando oí un estruendo enorme y, entonces, vi cómo se desplazaba la pared del salón. Pensaba que se caía todo. Avisé a mi madre y, cuando salimos a la calle, una nube de polvo invadía toda la plaza".
Y efectivamente, su casa estuvo a punto de venirse a bajo.
Lo de menos fueron los escombros que cayeron sobre el tejado, llenándolo de ladrillos, tejas y grandes bloques de pesado material.
La casa que se hundió tenía soportales, y, como la contigua carecía de ellos, la primera crujía de la fachada lateral descansaba sobre dos dobles T unidas, que, apoyadas sobre el pilar en un extremo, hundían el otro en el medianil que une los edificios.
Al hundirse el primer cuerpo del edificio, la doble T hizo palanca y arrastró la fachada, desplazándola más de 10 centímetros hasta que la parte superior de las vigas salieron del medianil. Si las vigas hubieran estado algo más metidas, esta otra fachada también se hubiera venido abajo, y su hundimiento es probable que se hubiera llevado dos vidas y hubiera provocado la caída de otra más: la mía.
Madre e hijo tuvieron que abandonar la casa, pasaron la noche con vecinos amigos, y no pudieron volver a su hogar en varios meses, residiendo mientras tanto en un piso que les cedió el responsable de la obra.
No hubo víctimas, pero en los primeros momentos la preocupación era muy grande pues no se sabía si bajo los escombros había alguna persona que ocasionalmente transitara por la calle.
Conforme se fueron retirando los materiales, al no aparecer víctimas la tranquilidad fue llegando a los estelleses.
Todo comenzó con el derribo del edificio, al que las palas entraron como elefante en cacharrería.
La pala golpea, aplasta y derriba, y golpe a golpe el edificio se va convirtiendo en un montón de escombros.
Donde la pala no alcanza, un gran peso suspendido de la grúa machaca y empuja.
En otros casos, de cinchas sujetas a las partes altas del edificio tiran para arrastrar tejados y paredes.
Así, a base de golpes, numerosas roturas en las paredes, y los huecos que le quitaban consistencia, la fachada debió quedar debilitada y predispuesta a caer a la menor contingencia.
Además, todos los escombros se sacaron en camiones que golpeaban la estrecha embocadura de la calleja del Bell-Viste, creando alarma en los vecinos.
La mañana del día en que se produjo el siniestro, un vecino, temeroso de que la estructura de su casa se resintiera por los golpes de los camiones que transportaban el escombro, se quejó al Ayuntamiento, pero éste ignoró su queja.
Y todo quedó pendiente de un hilo, a la espera de esa gota que sobra el vaso.
Durante la jornada del fatídico día, la débil y mal cimentada fachada interior comenzó a ser descalzada para reforzarla con un zuncho de hormigón, y esa debió ser la gota que contribuyó a que la pared maestra cediera y fachada y crujía se vinieran abajo.
En ese preciso instante, un vecino que miraba por la ventana pudo ver cómo las puertas de acceso al edificio salían disparadas, como impelidas por un resorte. Su mujer afirmaba: "Fue una sensación horrorosa, como si hubiera un terremoto. Y recuerdo el ruido, seco, que no podía identificar. Mi marido se asomó a la ventana y vio entonces la pared abrirse como un libro, con la mitad cayendo hacia la plaza y el resto hundirse".
Pero quizá, lo que facilitó el hundimiento de una crujía sin apenas unión con los edificios contiguos (por un extremo tenía una calleja y por otro un edificio sin porches) y sostenida mediante seis pilares y una débil y mal cimentada pared interior, fue el deficiente apuntalamiento y que no fuera atada ni macizados sus huecos.
Si en la fotografía de Barcelona hemos visto las posibilidades que hay para evitar derrumbes indeseados, en la composición superior vemos otros ejemplos más cercanos y modestos.
A la izquierda, una fachada en Tudela, Navarra, atada mientras se derriba el edificio viejo y se levanta el nuevo.
A la derecha, la fachada de la casa de los Zuazua, en la calle Zapatería de Estella, macizada en los mismos días en que se realizaron las obras que provocaron el hundimiento al que dedico este reportaje.
En este último ejemplo vemos las precauciones tomadas para evitar el hundimiento de una fachada que por sus dimensiones y por estar sujeta a los edificios contiguos ofrecía un riesgo infinitamente menor a la que se vino abajo en la plaza de Santiago.
¿Por qué no se ató y macizó la fachada del Servicio Doméstico? ¿Por qué, habiendo ejemplos en Estella, el Ayuntamiento no exigió las medidas que hubieran evitado que la tragedia llamara a nuestra puerta, aunque pasara de largo?
Como de costumbre, el Ayuntamiento calla, deja pasar el tiempo, y en vez de aplicar la enseñanza recibida pone velas a San Pancracio para que la suerte acompañe sus actos.
Al acudir la alcaldesa Mª José Fernández, se preguntaba, ¿Buena suerte?, y ella misma se contestaba: "Yo más bien diría buena suerte; no hay nadie debajo". Y allí mismo anunció que era pronto para adelantar si el Ayuntamiento iba a emprender algún tipo de acción contra la empresa constructora: "Lo único que puede decir es que nuestra responsabilidad era constatar que bajo las piedras no había nadie. Se trata de una obra particular con una dirección de obra que cumplía todos los requisitos".
¿Cómo pudo enterarse, a las once de la noche, y sin consultar la documentación, que la empresa cumplía todos los requisitos? ¿La había consultado previendo un desastre? ¿Lo dijo inspirada por la ciencia infusa? ¿O quizá por el convencimiento de que un Ayuntamiento bajo su dirección no puede hacer nada mal?
A otro medio, decía: "Hoy mismo había aquí en la calzada seis puestos del mercado de los jueves, con gente comprando. Y por las tardes suele pasear mucha gente. Gracias a Dios ha sucedido a una hora en la que no había nadie".
Afectado por el hundimiento, el jefe de la Policía Municipal, con el mismo tono nervioso recordaba que diez días más tarde la plaza estaría llena de gente por celebrarse en ella la feria de ganado, y decía: "Nadie podía acceder (a los porches), pero si alguien llega a pasar por la calzada, que no estaba vallada, podía haber habido una desgracia, y gorda". ¿Por qué no se valló la fachada? Tampoco hay respuesta.
Esta apelación a la suerte; esa tendencia a desviar la responsabilidad hacia otras personas y no sentir ninguna culpa por el abandono de sus obligaciones, ningún propósito de enmienda, o la negativa a asumir una mínima responsabilidad por la falta de medidas preventivas, provocó críticas como las que se reproducen en la imagen anterior.
Pocos meses después pude comprobar hasta donde llega esa irresponsabilidad.
El jueves 10 de marzo de 2005 (foto superior) una máquina picadora estaba taladrando las cimentaciones de los pilares de la fachada hundida. Con gran estruendo atacaba los bloques de piedra, y, como si no hubiera otro día más adecuado para hacer el trabajo, llenaba la plaza de un ruido ensordecedor que molestaba a vendedores y compradores.
La casa en la que yo vivo, casi contigua a la obra, sufría las vibraciones producidas por la máquina, y cuadros y vajilla temblaban como afectadas por un terremoto. A las nueve de la mañana acudí al Ayuntamiento, expuse el caso a un oficial de la Policía Municipal, y éste subió a hablar con los responsables de Urbanismo. Bajó y me dijo que el Aparejador Municipal iba a hablar con su colega de la obra, y que me aconsejaba que pusiera una denuncia, la cual redacté y presenté en el momento.
Pasaba el tiempo y, como todo continuaba igual, a las 12 horas volví al Ayuntamiento y me presenté ante el Aparejador Municipal, quien me informó de que ya había comunicado al aparejador de la obra que había quejas de algún vecino. Al preguntarle por las medidas que el Ayuntamiento iba a tomar, me contestó que aún no había recibido en su despacho la denuncia; que él no puede hacer nada porque el Ayuntamiento no es responsable de la obra; y que, en todo caso, cuando llegue a su mesa la denuncia (puede tardar varios días, y en ese tiempo suceder una desgracia) ya consultará si el Ayuntamiento puede hacer algo.
Le pregunté si no tenía criterio para formarse una opinión en ese mismo momento sin tener que esperar a que llegara a sus manos una denuncia que no le iba a aportar nueva información, y le recordé que el Ayuntamiento es responsable de la seguridad, tanto más si el peligro procede de obras por él autorizadas. También le dije que los ciudadanos esperamos que los técnicos municipales sean responsables, y no meros recaderos sin criterio ni opinión.
Nada he sabido de la denuncia que presenté. Pero pasados los meses, el 23 de mayo de 2006 recibí un oficio de la Alcaldía en el que me comunicaba que "existen unas fisuras en los soportales (de mi casa), de las cuales algunas de ellas parecen recientes", y resolvía "Requerir a la propiedad del inmueble para que en el plazo de quince días proceda a dar traslado al Ayuntamiento del informe de técnico competente, una vez realizada la revisión de la estructura, y proceder a la reparación de dichos daños".
Mucho habría que decir sobre la ley del embudo que practican algunas autoridades: para ellas no corren los plazos, ni responden a los vecinos, mientras que al ciudadano le exigen, bajo amenaza, plazos imposibles de cumplir.
Pero en este caso, más me interesa resaltar la ofensiva irresponsabilidad de una administración que no se siente concernida por lo que de ella emana y autoriza. Parece ser que los trabajos por mí denunciados provocaron fisuras en los pilares (podían haber ocasionado la caída del edificio en un momento en que la plaza estaba llena de gente), y mientras eso sucedía el aparejador municipal se lavaba las manos aduciendo que no le había llegado la denuncia, y con una indolencia ofensiva e inaceptable no se sintió concernido por unas obras que la Oficina Técnica de la que forma parte había informado y el Ayuntamiento autorizado. A nadie debe extrañar que en Estella pase lo que pasa.
Hundida la fachada, al edificio le sucedió como al árbol caído del que todos hacen leña, por lo que a veces cuesta creer en los hechos fortuitos: el Ayuntamiento se apresuró a vincular la nueva licencia a la ampliación de la calleja del Bell-Viste; a la constructora le facilitó el trabajo y probablemente le abarató los costes; y la propiedad del inmueble aprovechó para conseguir una edificabilidad distinta, y, como puede verse comparando las fotos, algunas ventanas más grandes.
El edificio tenía en su fachada un antiguo escudo del linaje de los Lecea (a la derecha en la foto superior), de cuya existencia nadie se percató en el primer momento del siniestro. Avisé de ello a la superiora del convento, y a través de ella se pusieron medios para su recuperación. El escudo quedó dañado, y terminada la obra se sustituyó por el que figura a la izquierda, el cual en nada difiere de esos nuevos escudos que colocan en las fachadas aquellas personas ávidas de una hidalguía que no han recibido de sus antepasados.
Pero además, para poder hacer todas las ventanas iguales (ver en la foto del edificio original cómo la ventana que hay sobre el escudo es de menor tamaño que las otras), el escudo se colocó rompiendo una norma que se manifiesta en todos los edificios antiguos: la de no cortar elementos que soportan partes del edificio, como son los dinteles.
Y todo esto se ha hecho en Estella en un edificio catalogado, cuya fachada se debía de haber conservado intacta, o, por lo menos, fiel a la original.
Hoy el escudo original, parcialmente mutilado (fotografía superior), permanece, rodeado de trastos, en una de las dependencias del convento.
Al verlo, muchos pensarán -yo entre ellos- que esta piedra armera mutilada, como mudo testigo de los avatares del edificio, debería haberse colocado en la fachada (una labra antigua no sólo tiene valor por su grado de conservación; también por lo que representa, y por las huellas que el paso del tiempo ha dejado en ella).
No me imagino a nadie sustituyendo las dovelas y capiteles deteriorados de las iglesias por otros de nueva hechura que intenten reconstruir la labra original. Pero en Estella, candidata a Ciudad Patrimonio de la Humanidad, durante estos "años negros" todo es posible. Así, en pocos años han desaparecido de sus calles dos arcos de medio punto, un escudete, y algún otro elemento.
La fachada que hemos conocido era producto de varias intervenciones a lo largo del siglo XX.
En la foto superior, tomada a principios del siglo XX por Gabino Sanz Hermoso de Mendoza, tío-segundo del que esto escribe, puede verse el edificio original, con dos alturas y sin porches a los lados, en una plaza con suelo de tierra que hozaban y ensuciaban los cerdos que todos los jueves se ofrecían a la venta, convirtiéndola, sobre todo en la parte situada al mediodía, en un auténtico estercolero.
Años después, mediado el siglo ofrecía el siguiente aspecto: al edificio original (segundo por la izquierda en la fotografía) se le habían agregado sendas torretas a cada lado.
Posteriormente, al cuerpo central, siguiendo el ejemplo del palacio de los duques de Granada de Ega en Estella y de la numerosa arquitectura de influencia aragonesa que abunda en el sur de Navarra, se le añadió un tercer piso de estrechas ventanas terminadas en arco.
Todas estas actuaciones, que podían leerse en la fachada que se vino abajo, fueron realizadas por las "Hijas de María Inmaculada para el Servicio Doméstico y Protección de la Joven", congregación que en 1924 se estableció en el edificio en que nació la madre de su fundadora.
Hablando del convento, durante cerca de medio siglo las hermanas repartieron su actividad entre la atención a las jóvenes sirvientas y la enseñanza, y en él yo recibí instrucción hasta los siete años.
Al cerrar el colegio y desaparecer el servicio doméstico, las hermanas hicieron de él una residencia en la que estudiantes y trabajadoras, como si fuera su segundo hogar, recibían cama, comida, y las atenciones necesarias.
La desaparición de la actividad vespertina en los colegios, la mejora en los servicios de transporte, y una reconversión industrial que llevó aparejada, entre otras cosas, la práctica desaparición del empleo femenino en Estella, dejaron el convento sin apenas actividad y abocado al abandono.
Entonces llegó el refuerzo de cuatro hermanas al mando de Carmen Gurucharri, y, dando prioridad a lo social, vieron la necesidad de ofrecer un servicio de búsqueda de trabajo, instrucción y ayuda a los numerosos emigrantes (en estos momentos representan cerca del 10% de la población), sobre todo ecuatorianos, que trataban de ganarse la vida en la atención a familias y ancianos, trabajos agrarios y empleos que los estelleses despreciaban.
Otra de las actividades de la comunidad se centró en distribuir la comida que cada quince días recogían del Banco de Alimentos de Pamplona. Comida que no entregan "a todos los que la piden, sino a las familias que están luchando por la integración social y cultural en Estella". De esa manera, la hermana Carmen y sus compañeras, con el apoyo de numerosos estelleses, dieron un positivo cambio a la atención a los emigrantes y necesitados, introduciendo la dinámica de no dar alimentos para perpetuar la marginación, sino para lograr la integración, y suplantaron con éxito la labor que venían desarrollando algunas instituciones cuya labor se centra exclusivamente en el reparto de bienes, con el frecuente resultado de perpetuar la marginalidad.
El padre de la santa fundadora, José Mª López y Jiménez (Mataró 1806-Madrid 1888), nació en el seno de una familia originaria de Barangüa (Alto Aragón). Cuando contaba cinco años, fallecido el padre, la familia se trasladó a Cascante (Navarra). Estudió Leyes en Pamplona, y acabada la carrera abrió bufete en la ciudad ribera.
En ella desarrollaba su labor el sacerdote Joaquín Mª García Rincón (Estella 1775-Cascante 1852), atendido por su sobrina Mª Dominica Vicuña y García (Estella 1819-Madrid 1874). Esta circunstancia debió estar en el origen de que José Mª López y Jiménez entablara relación con Mª Nicolasa Vicuña y García (Estella 1814-Cascante 1883), casándose en la parroquia de San Juan Bautista de Estella el 17 de febrero de 1843.
El matrimonio tuvo una hija, Vicenta María Julita Lutgarda, fallecida en 1847 a la edad de tres años. Catorce días después de su muerte, el 22 de marzo nació una segunda hija, rubia y de ojos azules, a la que pusieron los primeros nombres de la hermana difunta junto con otros que mostraban el sentimiento que anidaba en los padres: Vicenta María Deogracias Bienvenida.
Niña vivaz y despierta, sentada en una sillita sobre la mesa del bufete del padre de él recibía lecciones que después trasmitía a sus amigas, las cuales la apodaban "la abogadillo".
Su madre y el tío-abuelo se encargaron de darle una sólida formación religiosa que hizo de ella una niña prodigio: al cumplir el año ya pronunciaba los nombres de Jesús y María, y balbuceaba alguna oración.
A la muerte del tío-abuelo sacerdote, en 1854 la tía Dominica profesó en las Salesas Reales de Madrid, a donde se desplazó Vicenta María para asistir al acto. Fue su primer contacto con una ciudad en la que vivían sus tíos maternos Manuel Mª (Estella 1802-Madrid 1869), soltero, abogado en ejercicio y conocido como "el padre de los pobres" por atenderles y ayudarles con sus conocimientos jurídicos, y Mª Eulalia (Estella 1805-Madrid 1877), casada con Manuel de Riega, caballero de la Real Orden de Carlos III y Secretario Honorario de su Majestad, los cuales, participando de la alta sociedad madrileña, eran miembros de la Congregación de la Doctrina Cristiana (dedicada a visitar y enseñar el catecismo a los niños ingresados en los hospitales) y destacaban atendiendo y buscando trabajo digno a las jóvenes sirvientas enfermas que, restablecidas, salían del hospital y se encontraban sin trabajo y en medio de la calle.
Cierto día de diciembre de 1853, paseando Mª Eulalia por la calle Lucientes, al ver un piso en alquiler, formalizó el contrato, y en él comenzó su labor instalando tres camas que fueron ocupadas por sendas chicas salidas del hospital. Conocido por sus escasas dimensiones como "La Casita", el piso fue un lugar de encuentro y acogida para las jóvenes, y en él las orientaba procurando encontrarles trabajo en casas conocidas.
Los padres de Vicenta María, deseando dar a su hija una sólida formación académica que la capacitara para alcanzar una elevada posición social, con diez años la enviaron a casa de los tíos de Madrid, y allí la niña tomó contacto con la actividad social y asistencial que desarrollaban, lo que dio lugar a que pocos años más tarde fundara la congregación religiosa que iba a perpetuar la labor iniciada por sus tíos.
Tras recibir una esmerada y personalizada educación en el domicilio, ingresó Vicenta María en el Colegio de San Luis de los Franceses, donde entró en contacto con una sociedad romántica y liberal que despertó sus sueños e hizo de ella una niña coqueta en el arreglo personal, llevándole a cultivar las actividades artísticas. Pero a partir de los quince años fue adquiriendo un creciente compromiso cristiano que le llevaba a colaborar en la labor asistencial que desarrollaba su tía.
A partir de esa edad, y acabada su instrucción, la niña pasaba el invierno en Madrid, y los tres meses de verano volvía a la casa paterna, donde organiza una escuela dominical para las jóvenes necesitadas.
Contando 19 años, la visita a Cascante del rey consorte Francisco de Asís fue motivo para que sus padres trataran de buscarle el matrimonio adecuado, a lo que Vicenta María contestó que no iba a casarse "ni con un rey ni con un santo", y que había decidido consagrarse a Dios, lo cual disgustó profundamente a sus progenitores.
De regreso a Madrid, y constatadas las dificultades por las que atravesaba "La Casita", Vicenta María piensa en la fundación de un Instituto que se dedique a esa obra, lo que el 28 de mayo de 1868 lo comunica por carta su padre: "...ya le tengo dicho que mi inclinación decidida era cooperar con mis débiles fuerzas a que esta obra de las sirvientas fuera adelante (...) Hace años ya que, con la aprobación de personas muy competentes, vengo pensando en formar parte de una Congregación de Señoras, que, viviendo en comunidad, bajo una Regla Religiosa, se ocupe de esta obra (...) Desde que vine en diciembre, me tiene Vd. dedicada a ellas...".
Sus deseos encuentran la oposición de tíos, que la tratan de soberbia e irrazonable, y su padre alega "derechos de patria potestad para no tolerar que se exponga a ser pervertida por la muchachas en vez de ganarlas", y manifiesta que prefiere "antes verla capuchina de Pinto".
Le obligan regresar a Cascante, y mientras intentan que desista de sus propósitos estalla la Revolución de 1868, las religiosas son expulsadas de los conventos, enferman los padres, muere la tía, y Vicenta María cae gravemente enferma y comienza a manifestarse en ella una tuberculosis que años más tarde trató en los baños de Pantincosa y que más adelante la llevó a la tumba. Aterrado el padre al pensar que tanta desgracia era un aviso del cielo, le permitió volver a Madrid, continuar su obra, y 11 de junio de 1876, día de la Santísima Trinidad, crear un Instituto en el que tomó hábito junto con Pilar de los Ríos y Mª Patrocinio de Pazos. A la casa de Madrid siguió a los seis meses la de Zaragoza, a ésta, poco después, la de Jerez, y con el apoyo de algunos jesuitas alcanzar las 129 casas que hoy tienen en 21 países de cuatro continentes.
Pasados pocos años, y tras larga enfermedad, próxima la Navidad, y viendo llegar su muerte, les dijo a las hermanas: "Quiero recomendarles que por mi muerte no se suprima ninguna fiestecilla de las chicas, y esto aunque estuviera de cuerpo presente". Vicenta María falleció a los 43 años, el 26 de diciembre de 1890.
El 19 de febrero de 1950 fue beatificada por Pío XII, y el 25 de mayo de 1975, fiesta de la Virgen del Puy y, aquel año, de la Santísima Trinidad, Pablo VI, en su homilía de Canonización, entre otras cosas dijo: "Santa Vicenta María ha sentido, imperiosa, el reclamo de la caridad hecha servicio...". Labor que en los últimos años ha practicado la comunidad en Estella, y de la que he sido testigo.
Nota: Gran parte de los datos sobre la santa y la congregación, han sido sacados de las tesis "La devoción al Sagrado Corazón de Jesús en Santa Vicenta María López y Vicuña", elaborada por Rossana Huaman Gutiérrez RMIP, y "Los Ejercicios Espirituales de San Ignacio de Loyola en la experiencia de vida de Santa Vicenta María López y Vicuña: su vocación personal", de la H. Lucía Álvarez Pereyra.
Noviembre 2006