Uno de los espectáculos más atractivos de las fiestas navarras son los encierros con ganado bravo. Los hay de toros, como en Pamplona por San Fermín o Sanfermines, Tafalla, Tudela y Sangüesa; de vacas, con un recorrido lineal, como en Estella, y de reses que se dejan sueltas por las calles en un constante ir y venir, como sucede en casi todos los pueblos de la Ribera de Navarra. En este trabajo, basado fundamentalmente en lo investigado sobre el encierro pamplonés (sobre todo por el Doctor Del Campo), cuya primera referencia documental data de 1686, y en lo publicado sobre el de Estella, voy a intentar hacer un repaso histórico de este espectáculo tan genuinamente navarro, que ha trascendido nuestras fronteras regionales para adquirir protagonismo en otras regiones españolas.
Los encierros que llamo lineales, sean de toros, novillos o vacas, en los que las reses recorren un tramo urbano entre el corral de salida y el de llegada -generalmente, la plaza de toros-, tienen un origen común, y debieron darse en otras muchas ciudades españolas, de las que desaparecieron con la llegada del ferrocarril.
Medio de transporte que permitió que el ganado bravo fuera encajonado y por medio de cambretas llegara rápidamente a su destino. Con ello se evitaban las largas travesías, de hasta tres meses para los toros que llegaban a Navarra desde las dehesas andaluzas, quedando, los de Pamplona, varios días paciendo en el Lar de Esquíroz (actual aeródromo de Noáin).
Pero el que esté demostrado que en todas las grandes ciudades, para llegar el ganado a la plaza tuvo que atravesar calles y zonas pobladas, no significa que la gente saliera al encuentro de las reses para acometerlas o correr con ellas.
En Utrera (Sevilla), por ejemplo, el año 1803 se elevó una instancia al Rey solicitándole autorización para soltar «una res vacuna embolada, ya buey o ya toro por las calles», con la esperanza de que con su sola presencia los vecinos se quedaran en sus casas, evitando la embriaguez y excesos a la que se entregaba la gente de campo los días festivos, ya que de todos los medios empleados era el único que les había dado resultado.
Así, mientras que en las tierras andaluzas la presencia del ganado bravo en las calles imponía tal respeto que confinaba a las gentes en sus casas, en Navarra, dada la familiaridad que había con esos animales, derivada de la costumbre de tratar al toro desde su mismo plano, apacentarlo, dirigirlo, controlarlo y eludir sus embestidas con la agilidad del quiebro y la ayuda de una vara, la presencia de astados por las calles era motivo de alegría, saliendo a su encuentro para jugar con ellos y acompañarlos a su paso por estrechas calles camino del coso donde serían lidiados.
Hace siglos, en Pamplona y las poblaciones grandes de Navarra, el itinerario urbano que seguían las reses bravas no estaba vallado.
Para evitar su desvío se cerraban con mantas las bocacalles, y en ellas se colocaba la gente del pueblo, armada de zurriagos, garrochas, garrochones, picas, lanzas, espadas, chuzos, palos, varas y pérticas (varas de fresno o avellano, de alrededor de metro y medio de longitud, de dos o tres centímetros de grueso, y con un clavo en una de sus puntas) con las que zaherir al animal, quedando algunos seriamente dañados y casi inservibles para la lidia.
Estos excesos obligaron a la Autoridad a dictar bandos, como el conservado del año 1732, y repetido en años sucesivos, en los que se decía, que «Habiéndose experimentado que al tiempo de las entradas de los toros, los acostumbran a picar con garrochas, así en las calles como en los azaguanes, de suerte que algunos quedan muy maltratados y casi sin provecho, deseando poner remedio a lo referido, ordeno y mando, que ninguna persona de cualquier calidad y condición que sea, no pique con garrocha alguna en la calle ni azaguán, ni paraje alguno por donde pasan los toros hasta que se introduzcan en la plaza, pena de cuatro ducados y pérdida de la garrocha o garrochas».
Es evidente, a juzgar por la documentación que nos ha llegado, que en aquellos siglos el encierro no se parecía nada al actual, pudiendo encontrar similitudes con el Toro de la Vega y otras formas de acoso que aún se da en algunos pueblos castellanos, con la diferencia que allí se actúa a lomo de caballos, mientras que aquí se realizaba a pie.
Otra diferencia es que allí el toro se suelta para que huya por el campo, mientras que aquí se trataba y trata de encerrarlo en la plaza -de ahí el nombre de encierro- para su posterior lidia.
Parece ser que estos excesos desaparecieron cuando se cerraron las bocacalles con vallas de madera y se hizo innecesaria la presencia de vecinos armados.
Pero no desaparecieron del todo, sino que esas muestras de acoso se trasladaron al coso, para evitar que el animal saltara la barrera y campara a sus anchas por calles o tendidos.
Así, en Pamplona, en la corrida de prueba del 10 de julio de 1915, en que se lidiaron toros de Villagodio, uno fue sustituido por un toro de la ganadería navarra de Alaiza, pues, según un cronista madrileño, se le apreció durante la lidia el «deterioro del ojo derecho, debido a haberse quedado en la plaza durante el acto del encierro y el público haberle apaleado de manera un poco brutal».
Y cuando en 1845 se inauguró en Estella la plaza de toros de El Majo, en el reglamento de la misma se señalaba que «no se permitirá entrar en la Plaza con palo, vara ni zurriaga, sino con bastón de adorno».
En el siglo XVIII y anteriores, al menos en Pamplona, no se corría delante de los toros, sino más bien detrás.
En aquellos años la manada era precedida por el Abanderado (elegido entre los Regidores, su función era llevar la bandera de la ciudad en las procesiones, reconocer las toradas, y llevarlas a la Plaza, lo que se consideró indecoroso por equiparar su función a la del vaquero) y los mayorales, que montados en corceles y al galope dirigían los toros hasta la plaza, y tras ellos, para evitar que la manada se rezagara o volviera, pastores, convenientemente situados de trecho en trecho, salían con sus varas en persecución de las reses, al estilo de como se hace ahora en la subida de los toros en Tafalla. No había, pues, espacio ni lugar para que nadie corriera delante.
Desdoro aparte, el Abanderado no estaba exento de riesgo. Según quedó escrito, cierta vez, al pasar la manada «por la calle de la Chapitela, paso estrechísimo y de un valeroso empeño (...), en ella se ponen por una y otra parte, en calle formada, diestros aficionados picadores que con agudas garrochas embravecen la furia de los toros, habiendo acaecido no pocas veces el picar el caballo del mismo Abanderado, los que ciegos de temeridad y valentía no pueden distinguir la galana ligereza (del caballo) de la fiera ceñuda».
Los encierros de Pamplona estuvieron a punto de desaparecer al construirse la primera plaza fija, allá por el año 1852, lo que permitió que durante unos pocos años llegaran las reses al coso sin pasar por las calles.
Es probable que ya entonces corriera la gente delante de los astados y el encierro se hubiera convertido en un espectáculo. Lo demuestra el que, tras sesudos debates, se volviera a la «costumbre antigua» de introducirlos por la puerta de la Rochapea, para lo que se adujo que era necesario mantener el único espectáculo que disfrutan las clases menesterosas, y la conveniencia de seguir practicándolo ante el número elevado de aldeanos que concurren, pues con el dinero que gastan se beneficia el comercio.
Esta decisión no evitó que en años sucesivos, en base a razones morales, políticas y religiosas, se manifestara una tendencia partidaria de su supresión. Tendencia que resurgía cada vez que un corredor era herido o muerto por asta de toro.
Así, cuando en el encierro celebrado el domingo 10 de julio de 1904, el sol del amanecer deslumbró a los corredores y se formó un colosal montón en el callejón de la plaza, saltando sobre él las reses e hiriendo de mayor o menor gravedad a catorce personas, hubo un concejal que propuso su supresión.
La Comisión de Fomento le contestó, con argumentos muy actuales, que «constituye el espectáculo de mayor atracción, precisamente por lo que de emocionante posee y no obstante su calificación de espectáculo poco culto. Mas dicho sea de paso, de poco cultos y hasta de brutales y bárbaras se califican las corridas de toros y, sin duda, por encajar perfectamente dentro del carácter español, no sólo se autoriza su celebración y es el festejo obligado (...).
Ha tomado carta de naturaleza dentro de pueblo y se presencian sus lances con satisfacción y regocijo, como le sucede al numeroso público que acude solícito a ser testigo de los encierros. A falta de otras razones, ésta pudiera justificar el que aparezca en los programas de fiestas de San Fermín el espectáculo cuya abolición se solicita».
Y «estima que suprimir el encierro de los toros, padecerá no solamente el cartel de festejos, si no la animación peculiar de nuestra Capital en las mañanas de fiestas; nota simpática que contribuye poderosamente a sostener el prestigio (...).
Careciendo la Plaza de Toros de corrales a propósito en donde puedan quedar los toros esperando el día destinado para su lidia, necesariamente tienen que permanecer en las afueras de la Capital y verificar su entrada por una u otra parte de la población. Y siendo esta manera obligada por el efecto de los corrales, claro está que se proporcionaría ocasión al público aficionado para correr delante de los toros, en forma análoga a la costumbre establecida».
Recordando lo sucedido en el año 1876, la votación, basada en los deseos del pueblo y las alegaciones sobre desórdenes públicos, establecía que «teniendo en cuenta lo expuesto y aún cuando en otro sentido hubiera sido este informe si se tratara en la actualidad de implantar el espectáculo, opina la Comisión de Fomento debe seguir como hasta el presente la manera de encerrar los toros que se destinan a ser lidiados durante las corridas de feria».
Ese año de 1876 se reguló por primera vez el encierro pamplonés, prohibiendo, entre otras cosas, «a las mujeres, ancianos y niños situarse en las calles que ha de recorrer el ganado a la hora del encierro».
Parece ser que las únicas que acataron la prohibición fueron las féminas. Señal de que nunca, en Pamplona, fueron muy aficionadas a participar en ese espectáculo.
Hasta principios del siglo XX el encierro de Pamplona era muy madrugador, y se corría a las seis de la madrugada. Lo dice muy bien la popular canción que, como casi todas las populares de la capital navarra, salio del magín de Ignacio Baleztena: «Levántate pamplonica, / dando de la cama un brinco, / que ya van a dar las cinco, / y el encierro es a las seis. / El que se levante para las seis, / delante los toros correrá...».
Ignoro hasta qué punto en el cambio de horario intervino la fotografía. Arte novedoso, que contribuyó a popularizarlo y masificarlo, llenándolo de gente que buscaba salir en el papel. En sus comienzos permitió buenos negocios, pues hubo fotógrafo que llegó a vender 14.000 copias en un día.
José María Iribarren, escribió en 1933 (Navarrerías, Apuntes sanfermineros): «El encierro debe su peligrosidad y su "riada humana" a los fotógrafos. El encierro se hizo copioso y temerario cuando los Roldán y los Rupérez, los Galle y los Zubieta (fotógrafos pamploneses) desarrugaron el acordeón de sus Kodaks. O se pusieron a guiñar el ojo (la máquina en el hombro) desde las terrazas de la Plaza de Toros, desde las esquinas y tablados más estratégicos del trayecto (...) Hoy, el noventa por ciento de los valientes corren por la fotografía».
La popularidad internacional vino de la mano de Ernest Hemingway, novelista norteamericano que visitó por primera vez Pamplona en 1923 (nos visitó nueve veces, la última en 1959, fecha ésta en la que empezó a ser conocido en la ciudad), se puso morado como una cuba, y dio a conocer los Sanfermines a través de la novela "The sun also rises", conocida en el mundo hispánico, germano y francés como "Fiesta":
«Me puse una chaqueta de John -dice el autor- y me asomé al balcón. Debajo, la calle estrecha estaba completamente desierta. Todos los balcones y ventanas estaban llenos de gente. De pronto un gran gentío apareció por la calle, muy apretados, y sin cesar de correr calle arriba en dirección a la plaza de toros. Detrás iba otro grupo de hombres, que aún corrían más, y después los rezagados que más que correr parecían volar. Entre ellos y los toros, que los seguían pisándoles los talones, había un pequeño espacio vacío. Los toros iban galopando, subiendo y bajando la cabeza. Todo desapareció de mi vista al torcer la esquina. Uno de los mozos cayó cerca de la valla, pero los toros pasaron junto a él sin hacerle el menor caso, como si no lo hubieran visto. Los animales corrían juntos, en grupo».
Su amigo Juanito Quintana (Montoya en la novela), con el que mantuvo una fuerte amistad desde 1923 hasta su muerte, dijo de él: «Ernesto era un tipo muy raro. Tenía mal carácter. Era orgulloso. Sentía simpatías y antipatías. Con el que le era antipático llegaba a ponerse insoportable, sobre todo cuando estaba bebido».
Esta popularidad internacional que nos ha llegado a través de su obra, ha creado la imagen de Pamplona como una ciudad sin ley, y ha sido una de las causas de que los Sanfermines se hayan desvirtuado con la llegada de un turismo de pies negros que sólo buscan alcohol y emociones fuertes, y de que parte de los pamploneses abandone la ciudad durante esos días.
De otra manera lo dice Julio Caro Baroja en el tercer tomo de su Etnográfica Histórica de Navarra: «Cuando el que esto escribe era niño o adolescente, la práctica del "encierro" de Pamplona y de otras poblaciones navarras, gozaba de un gran prestigio popular. Pero entre la gente burguesa e ilustrada fuerza es decir que tenía bastantes detractores, incluso en el país. Pasaron los años y por un movimiento curioso de tipo literario y aún más que literario esteticista casi filosófico (aunque sea de una Filosofía sui generis) el "encierro" se ha convertido en algo famosísimo entre las juventudes europeas y americanas. Hemingway contribuyó de modo decisivo a esta popularidad. Pero Hemingway no ha sido más que hábil transmisor de una voz y de una tendencia de muchos hombres de su generación y más aún de las posteriores, a buscar en la vida algo que la sociedad moderna de tipo industrial, mecanizada, ha proscrito en muchos órdenes. Resulta así, que las violencias festivas de las viejas sociedades, se descubren o redescubren, como algo importante y que hasta se hacen ensayos e interpretaciones, más o menos pretenciosas, acerca de su significado más profundo».
Y sigue más adelante: «Vivimos en una época de pedantería por defecto o por exceso y así ha ocurrido lo que ocurre con los encierros, donde hombres, mozos y chicos buscaban y buscan un escape a la monotonía de la vida cotidiana. El secreto de las fiestas antiguas, estaba en este emplazamiento de la ilusión y en su misma fugacidad».
Dejando Pamplona, las vacas que llegaban a las fiestas de Estella pacían en Legardeta, a donde hasta principios del siglo XX diariamente se les llevaba a pastar, llenando la panza de las escasas hierbas del lugar, y, sobre todo, de carrizos.
De allí, diariamente llegaban a la ciudad, precedidas por un mayoral a caballo que actuaba de lanzadera, aproximándose a la carrera para hacerse a un lado, frenar en seco, y permitir que la inercia impulsara a las reses a seguir corriendo por la calle.
En 1917, cuando se construyó la actual plaza de toros, aun existía esa costumbre. El mayoral salía del coso, se lanzaba al galope, y se retiraba al coronar la cuesta de Entrañas.
En Estella, los encierros eran más populares que en cualquier otra población navarra, a lo que contribuyó Montoya, fotógrafo que colocado en la plaza de Santiago, de cara a la calle Mayor, donde el recorrido hace un pequeño quiebro, inmortalizó a multitud de mozas estellesas corriendo delante de las vacas con su batica de fiestas.
Era una afición que venía de antiguo. Cuando en la inmediata posguerra mi abuela materna se afincó en Estella, le llamó la atención la participación femenina que encontró en sus fiestas.
Ella, que conocía los Sanfermines por haber vivido hasta entonces a las puertas de Pamplona, extrañada se preguntaba, quién guisaba en Estella, qué se comía, y cómo se atendía la casa y la familia.
Entonces, mucho más que ahora, los estelleses, fueran hombres o mujeres, hacían la vida en la calle durante los días que duraban las fiestas.
Julio Caro Baroja, en la antes citada Etnografía Histórica de Navarra, Tomo III, dice: «Ha habido pueblos en los que incluso han participado mujeres en el encierro. Pero éste es como una exaltación del valor y de la agilidad física».
«Había, así, también, encierro en las fiestas de Estella, con tal cual herido y algún muerto en ocasiones. Empezaba a eso de las siete. Salían los mozos calzados de alpargatas, blancas o bordadas con estrellas y otros dibujos hechos con hilos de colores, con pañuelo al cuello y boina: no faltaban los que llevaban sombreros y otros tocados extraños. Salían muchachas cogidas de la mano y mozalbetes con cencerros que simulaban el ruido del ganado para provocar confusión. Llegaban las vacas por la carretera de Pamplona, al portal de San Agustín.
Poco a poco ventanas y balcones se llenaban de gente. Las bocacalles quedaban cerradas por maderos. La simulación de los muchachos con los cencerros provocaba sustos, más bien fingidos que reales, de las chicas. A veces alguna vaca se escapaba antes de llegar a la ciudad: ocasión de dilaciones, comentarios e impaciencias. Por fin un poco más allá del Campo Santo, se comenzaba a oír el ruido real de los cencerros. Marchaban los animales pausadamente por la carretera, después de bajar por la Cuesta del Moro. Detrás iban varios jinetes, un pastor, un guarda de campo
Y haciéndose eco de lo que dice Gregorio Iribas en su novela "En las Améscoas. María del Puy", continúa: «Otros pastores, a los lados, encauzaban la marcha de la vacada, compacta. Pasaba el Campo Santo. Llegaba al Pildorite (nombre que se daba en Estella a la "picota"). Delante iba ya un turbión de gente. Se aclaraban luego las filas y en último lugar corrían algunos jóvenes con la vacada cerca, cada vez más encajonada en la calle. Gritos de espanto se oían cuando los cuernos de un bicho tocaban a un mozo.
Ocasión de demostraciones de valor ante novias o mozas a las que se pretendía. Alguna podía creer que aquello era tentar a Dios. Rivalidades y competencias juveniles podían surgir entonces. Pero la verdad es, también, que en los encierros han corrido año tras año, hombres talludos, casados y aún un poco contrahechos, que, en aquella ocasión anual, buscaban con ilusión el dar un riesgo a la vida mecánica y oscura del taller, de la calleja o del campo familiares».
Gregorio Iribas, estellés afincado en Tudela, dice en la citada novela, editada el año 1900, en el capítulo "La entrada de las vacas", del que copio una larga cita: «Las alegres notas de las gaitas, tocando la alborada, sacaron de su lecho a la mayor parte de los estelleses; y no fue de los más perezosos Ramiro Arroyo, que, calzando sus alpargatas, encasquetándose la gorrita y ciñéndose la americana, acudió a la fonda a llamar a Adolfo, según habían convenido la víspera. Este renegaba en su interior de la dichosa función, pero no había manera de retroceder. Tenía prometido correr en la entrada, y era preciso cumplir su promesa.
No olvidaba los accidentes que, como había dicho Nicanora la tarde anterior, ocurrían siempre en las fiestas, y le estremecía pensar que él pudiera contarse en el número de los heridos, o de los muertos, que también alguna vez habían ocurrido. En cuanto al peligro más real de que le habló Ramiro (el de un resbalón en la calle) ya se había provisto de alpargatas, siguiendo su consejo».
«Aunque todavía no eran más que las seis y media (...), ya había animación en la calle. Cuadrillas de jóvenes, con alpargatas nuevas, ya enteramente blancas, ya bordadas con estrellas, ramos y arabescos de hilos de color; camisas de vivo tinte recién salidas de la tienda; y pañuelo de seda anudado al cuello, dejándolo caer sobre la espalda, caminaban alegres cubriendo su cabeza con la común boina, otros con gorras, y algunos con viejos sombreros, y aun chismes raros que ostentaban por broma y diversión; aldeanos que venían de sus pueblos; personas que iban a misa; grupos de muchachas cogidas de la mano, que a lo mejor daban una corrida, entre gritos y algazara; mozalbetes, de los que algunos llevaban cencerros ocultos para simular la proximidad del ganado, ocupaban la calle, marchando casi siempre en dirección al portal de San Agustín, sito en la carretera de Pamplona, por la que habían de venir las vacas. En los balcones poca gente todavía: de vez en cuando se asomaban algunos, daban un vistazo, y se retiraban al interior».
«A medida que se aproximaba la hora, los balcones se llenaban de personas en trajes de mañana, soñolientas algunas, no faltando "pollas" que, al oír alboroto, se asomaban con disimulo, no queriendo ser vistas con su cabellera todavía sin peinar.
Adolfo y Ramiro habían recorrido largo trecho de la calle Mayor saludando a los conocidos, mirando a los balcones, y entreteniéndose en contemplar los apuros de los obesos y de algunas mujeres, que sudaban la gota gorda para pasar entre los maderos que, colocados horizontalmente sobre travesaños fijos en otros maderos hincados en tierra, obstruían las bocacalles».
«Al encontrarse las cuadrillas de jóvenes se oía:
—¿Dónde están?
—En la venta del Moro,
—En la lonja tercera.
—¿Qué han de estar? Aún andan por Noveleta.
—Vaya usted a saber; dicen que se han escapado.
—¿Hablan de las vacas?, preguntó Adolfo.
—Sí, le contestó Ramiro; pero no se puede sacar nada en limpio. Vamos al portal, a ver si allí hay noticias más seguras (...). La animación era entonces mayor que nunca.
Alguna vez un par de muchachos, corrían agitando cencerros; no faltaban quienes, real o fingidamente, suponían venir las vacas y echaban a correr; corrían las muchachas lanzando gritos; corrían los demás; se asomaban las gentes a los balcones, y luego todo volvía a quedar en paz, hasta que una nueva falsa alarma ponía en conmoción a los que se entretenían con tal espectáculo (...).
En el portal de San Agustín encontró a Adolfo y Ramiro. También allí había noticias contradictorias: era cierto que dos vacas se habían escapado y que las demás venían por la carretera; pero mientras unos las suponían muy próximas, otros afirmaban que estaban a media legua larga (...).
En el camino iban y venían grupos de hombres, chiquillos y muchachas que allí, como en todas partes, alborotaban».
«De la lonja primera en adelante eran más los que volvían, y a la altura de San Lázaro unos chiquillos les dijeron que el ganado venía detrás; que ellos ya lo habían visto (...). Luis siguió adelante; pasó el Campo Santo, y oyó el ruido de los cencerros; esta vez era verdad: y todos los que encontraba en el camino le decían lo propio: "ya están ahí...".
En efecto; las vacas habían bajado la Cuesta del Moro, y avanzaban pausadamente por la carretera. Delante iba un grupo de personas; detrás varios jinetes, un pastor y un guarda de campo; otros pastores se adelantaban para apostarse en las sendas y pasos de la carretera, a fin de contener en ella al ganado; seguía la vacada en compacta falange, y detrás el dueño, a caballo, con varios dependientes y otros curiosos.
Luis llegó hasta el guarda y fue un rato en su compañía, examinando el ganado, limpio y bien criado. Al pasar por la lonja tercera, a cuya ventana asomaban sus moradores, una de las vacas intentó bajar al prado del tendedor; pero los ademanes del pastor allí apostado, que blandía un palo, la asustaron y siguió con la manada».
«Desde el Campo Santo, Luis apretó el paso y se adelantó: poco después dos de los jinetes, separándose de la vacada, se dirigieron a trote largo a la ciudad, y desaparecieron por la senda que conduce a los Cordeleros, provocando gran corrida de los que estaban en el portal, la que se prolongó por casi toda la calle.
Luis penetró en la población, y al llegar al Pildorite se arrimó a la pared, dejando pasar el turbión de gente que corría desaforadamente; luego las filas se aclaraban, y al fin quedaba un espacio libre en que corrían algunos jóvenes seguidos de las vacas encajonadas dentro de la calle, sobre las que descargaban palos los que venían detrás.
Luis corrió entre los últimos, saltando a veces cuando una vaca se le aproximaba, y ocasión hubo en que les tocó los cuernos. Ágil y sereno conservó en toda la calle la corta distancia que le separaba de los animales, pero al doblar la esquina de la casa de Pomares, las vacas le ganaron terreno y llegaron casi a echársele encima.
Una porción de gargantas prorrumpieron entonces en gritos, distinguiendo él entre aquellas voces una conocidísima y simpática, que sonaba con acento de angustia. Era la de Marieta, que se cubrió los ojos con las manos creyéndole cogido».
«Pero Luis, con un rápido escape, adelantó unos metros a las vacas; se detuvo un momento, saludó sonriente con el sombrero mirando a María del Puy, y en un nuevo arranque penetró el último en la plaza, saltando a la barrera. Pocos pulmones hubieran resistido carrera semejante (...).
—El verdadero riesgo estaba en ir con aquella turba, que corría azorada a larga distancia, creyéndose enganchada por las vacas o punto menos; allí sí que se podían temer pisotones, codazos o que lo derribaran a uno; pero después se iba tan a las anchas que daba gusto (...).
D. Cristóbal se presentó entonces, y dijo a Luis:
—¿Quieres acompañarme a la prueba? Se corren ahora dos o tres vaquillas.
—Estoy a sus órdenes, contestó el joven levantándose.
—También yo soy de la partida, agregó Ramiro consecuente con su afición a los cuernos.
—No se olviden de la misa, les indicó Dña. Lamberta. Después se anda mal con la procesión. Yo ya la he oído (...).
Un rato después Nicanora y Rosario se pusieron apresuradamente las mantillas al oír tocar...».
La participación de la mujer estellesa en los encierros es un exponente de la democratización de su pueblo; de su lucha por la equiparación y la igualdad social, que ha hecho que nuestras mujeres hayan alcanzado, al menos en esta faceta, cotas que en otras poblaciones les han estado vedadas hasta hace muy pocos años.
Ya en 1954, Pedro Mª Gutiérrez Eraso, en la Revista de Fiestas de la Imprenta Garbayo, decía: «Estella, siempre original, ruidosa, audaz y extravertida en todas sus manifestaciones deportivas, no podía dejar de ostentar la palma de exclusividad en lo que a una manifestación deportiva se refiere: su elemento femenino corriendo ante las vaquillas en el encierro.
Creo que este número deportivo en los festejos patronales de una población, es único en el viejo solar Ibérico y esta exclusividad debiera agradarnos por lo que encierra en sí de originalidad (...), si no fuera porque el móvil de esta participación femenina en los encierros, no es única y exclusivamente el deportivo, sino otro más prosaico y apremiante
«Todo (aunque parezca extraño) tiene su origen, en esa lucha tenaz, sorda, de berbiquí legal, que desde mediado el siglo XIX y (durante lo que hemos vivido del XX), lleva a cabo la mujer para lograr la equiparación completa con el hombre en todas las esferas de la actividad social.
Sólo el hombre pisaba el terreno de las reses bravas ya en los cosos taurinos, ya en los encierros por las calles de las viejas ciudades y pueblos españoles, pero la costumbre del mareaje futbolístico llevó a las mujeres allí donde los hombres se sentían seguros y solos. Desde entonces el paso rápido y nervioso de la mujer, se unió al del varón, tejiendo ambos el encaje de la carrera arriesgada ante los "bolillos" amenazadores de los astados».
«El compañerismo de hombre y mujer aumenta, entre el vibrar de los bombos, las músicas de las charangas y el olor a cáñamo de las alpargatas ardientes por la rapidez de la carrera; un esguince fingido en el tobillo o un mareo oportuno unido a una crisis nerviosa, crea en el varón un plausible complejo de culpabilidad que conduce a la reacción caballeresca y sentimental consiguiente, llena de amabilidad, buscada y lograda por la astucia femenina que en estas combinaciones suele ser maquiavélica.
La "unión hace la fuerza", dice el refrán y aun cuando lo de la fuerza no les interese poco ni mucho, esto de la unión se hace más intima, ante el peligro, por lo que las mocitas estellesas, acuden puntualmente todos los años a la cita con las vaquillas, en la calle Mayor».
En otra Revista de Fiestas, Pedro García Merino dice: «Los encierros representan la otra cara del programa taurino, la participación de las mujeres ya es notable y sorprende a más de un visitante.
En 1928 el ministro de la Gobernación prohibió las capeas y encierros. La medida, a contracorriente, no podía durar mucho, pero en este año, al tratar de imponerla, hubo enorme inquietud, los pueblos clamaban indignados; aquí, el Ayuntamiento, previendo graves incidentes, estuvo a punto de suspender las fiestas. En Pamplona el ministro autorizó los encierros; a última hora, hizo otro tanto con el encierro de Estella, siempre y cuando las vaquillas tuvieran menos de tres años».
Juan Satrústegui recordaba en la Revista de Fiestas de la Imprenta Echarri del año 1974, una anécdota del año 1947: «...en uno de los encierros, comenzaron a llover gallos sobre los mozos que corrían delante de las vacas (...).Entre los mozos, uno recién licenciado de la mili, y con bastante apetito, ¡menudos años eran! ¡como para estar inapetente!, era Andrés Gómez, "Magullicos". Este mozo (...), al ver un hermoso capón sobre su cabeza, lanzó un zarpazo al aire y atrapó un señor gallo capado que tendría fácil sus tres quilazos. Hizo mil cabriolas para que no le pillasen las vacas que rondaban sus posaderas a pocos centímetros, pero, en un alarde de facultades logró escapar indemne con su presa refugiándose en lo de (Cantina de) "Mariano".
Allí, entre mistela y mistela, encontró a otro de su camarilla, "Guinda", el cual también tenía una hermosa presa lograda durante este encierro cinegético (...), y sacaron en consecuencia, que esta lluvia se había producido de que la fonda cercana, hoy llamada de San Andrés (...), tenía en el piso alto un gallinero con sus capones dispuestos para dar de comer a sus huéspedes durante las fiestas. Y, en una ventana de este gallinero, que daba a la calle, había un orificio por el cual escaparon varios gallos ante la barahúnda de cohetes (...). Ante este descubrimiento, "Magullicos" y "Guinda", haciendo de tripas corazón, decidieron devolverlos a su legítimo dueño (...)».
«—Mire, señor Carmelo, traemos estos gallos por que...
—¡Ni por qué, ni gallos, ni nada! ¡Fuera, fuera! Les gritó el dueño. No quiero ningún bicho. Estoy surtido (...).
—Pero, mire usted, volvieron a insistir (...).
—¡Nada! ¡nada! A tomar viento con vuestros gallos. ¡Huf! ¡que pelmas bromistas!
Nuestros dos protagonistas salieron pitando por las escaleras abajo y con sus dos hermosos plumíferos, pero no contentos con ello, y para curarse en salud, decidieron dar parte a la autoridad (...).
Un cabo de la Guardia Municipal (...) les acompañó hasta la fonda (...), y se personaron ante el hospedero. Éste, que (...) aquel día no tenía buenas pulgas, se puso más furioso que la vez primera y comenzó a soltar denuestos a troche y moche (...).
No tuvieron más remedio que escapar de la furia del dueño de la pensión, y fue precisamente el señor Guardia el que les dio la completa y total absolución diciéndoles:
—Amigos, hemos agotado todos los medios persuasivos para que estos bichos retornen a su legítimo dueño, pero si continuáis insistiendo, me temo que lo vais a pasar mal. Coméoslos y Pax Christi».
Nota: Hay otra variedad de encierros, practicados en casi todos los pueblos de la Ribera navarra, en los que las vacas corren sueltas por una zona vallada que comprende varias calles y plazas de los pueblos, y en las que dos o tres reses, sueltas o agrupadas, van en una u otra dirección, parece tener mayor antigüedad que los encierros lineales que se dan en las ciudades navarras.
Así, en 1392, está documentado que el rey Carlos III el Noble, estando en Burlada (entonces pequeño pueblo próximo a Pamplona) presenciaron un espectáculo taurino, consistente en correr el toro por las calles cerradas, citándole con trapos rojos, para acabar con la muerte del astado, ejecutada de forma que no nos ha llegado, pero que nada tendría que ver con las actuales corridas.
Mi agradecimiento a quienes desinteresadamente me han dejado fotografías: José Isaba, Mariano Landa, Javier Pegenaute, Pili Echeverría, Javier Lana, José Ignacio Llanos, Rafael Cristóbal, Mª Luisa Pagés y algún otro que involuntariamente habré olvidado.
Nota: Once meses después de colgar este trabajo, el 2 de agosto de 2011, en Lodosa (Navarra), un novillo rompe el vallado y cornea mortalmente a vecino que contemplaba el encierro. El vallado cumplía la normativa, en algunas zonas había doble vallado, pero... la muerte se hizo presente.
En Lodosa, como en Estella, era costumbre correr vacas, pero el año 2000, para "fomentar la afición y mejorar los espectáculos taurinos" se decidió sustituir las vacas por los animales que se lidiarían por la tarde. En Estella, como en Lodosa, por las mismas razones se incluyó en 2010 un encierro de novillos, y este año se había previsto correr otro.
Al conocer lo sucedido, la alcaldesa de Estella ha decidido que todos los encierros se corran con vacas. Me parece muy bien, lo que no me impide señalar la irresponsabilidad de un Ayuntamiento (el de Estella) que por razones tan frívolas, y en contra de la costumbre, pone en peligro a sus ciudadanos. No olvidemos que en Estella no hay doble vallado; hay zonas, incluso, que carecen de vallado, siendo la única protección una baja barandilla; y dentro de la zona vallada -y también fuera- las mujeres y los niños son tan numerosos como los adultos, por lo que si en Lodosa ha habido una muerte, en Estella podría suceder una tragedia.
septiembre 2010