El día de Navidad de 2005, Estella amaneció con todos los árboles, edificios, paisajes y elementos urbanos cubiertos de una capa blanca sin que hubiera caído un solo copo de nieve. Era producto de la "cencellada", "cenceñada" o "lanchurria", del que no conocíamos precedentes importantes desde la primera década del siglo XX.
Este meteoro se produjo por la niebla intensa que durante varios días azotó la ciudad, asociada a una temperatura de entre seis y ocho grados bajo cero y en ausencia de aire. La combinación de niebla y bajas temperaturas hizo que diminutas gotas de agua en subfusión se depositaran sobre la superficie de la tierra, los edificios y las plantas, congelándose y formando masas esponjosas de cristales de hielo que se mantuvieron durante varios días.
Si alguien tiene curiosidad por leer el texto que las acompaña, podrá conocer datos y anécdotas sobre los fríos inviernos de un más o menos lejano pasado. Teniendo en cuenta, siempre, que hablo desde la zona media de Navarra, no muy castigada, normalmente, por los rigores invernales.
No es necesario remontarse a los periodos glaciares que periódicamente ha tenido que soportar el ser humano para que el cuerpo se estremezca pensando en la penosa existencia de nuestros antepasados, ateridos, mal alimentados, mal vestidos y calzados, y peor cobijados.
Basta escuchar a los ancianos contar sus experiencias, o las de sus padres y abuelos, para darse cuenta del sufrimiento que para las clases medias y bajas representaba el invierno, cuyas bajísimas temperaturas tenían que soportar trabajando, a veces mojados, y viviendo en casas cuya única calefacción era la que producían los animales, y la que irradiaba un brasero, una estufa, una cocinilla, o un fuego bajo que obligaba a mantener abierta la puerta para que el aire de la cocina no se hiciera irrespirable por el humo.
Sólo la necesidad y la costumbre les permitían soportar el largo invierno, y nevadas como la que cayó sobre Madrid el viernes 2 de diciembre de 1904, paralizando trenes y coches, derribando los postes del telégrafo, y hundiendo el tejado del salón de lectura de la Biblioteca Nacional, aunque sin las letales consecuencias de las numerosas carpas que este invierno se han hundido en el centro y norte de Europa dejando decenas de muertos y heridos.
Sobre la capacidad de adaptación, contaba mi abuelo materno la siguiente anécdota:
Una fría mañana de invierno, a principios del siglo XX, se cruzó en los caminos del pueblo con un gitanillo que enseñaba parte de su cuerpo a través de los jirones y agujeros de las ropas con que se cubría.
-¡Pero chico! ¿No tienes frío con esas ropas? -le preguntó.
El niño se volvió y le contestó: Y usté, ¿tiene frío en la cara?
-¡Hombre, en la cara cómo voy a tener! Qué cosas tienes...
-Pues mi cuerpo es tó cara. -Le contestó el niño mientras se alejaba.
Con frecuencia la nieve incomunicaba los pueblos de las zonas montañosas, y paralizaba la actividad de las aldeas, exigiendo esfuerzos extraordinarios para romper su cerco, como cuando en 1464 los mesoneros de Zubiri tuvieron que albergar al conde de Foix y a su comitiva durante cinco días. Para romper el bloqueo producido por la nieve, 300 hombres de la tierra tuvieron que abrir caminos en el blanco elemento, facilitando el paso del puerto y llevándolo hasta la casa que llamaban Veloch, ya en tierras que hoy son francesas.
En abril de 1592 cayó en Pamplona una gran nevada, apareciendo la ciudad cubierta de una capa de nieve y hielo de dos palmos, a la que sucedió, tres días más tarde, una helada que dejó los tejados sembrados de carámbanos de hasta una vara de longitud. A este frío le siguió una sequía que duró hasta el 22 de septiembre, secando los pozos y las fuentes de la capital.
En 1607 no cayó una sola gota de agua durante los meses de febrero, marzo y parte de abril, estrenándose mayo con una nevada que el día 3 dejó blancos los montes que rodean Pamplona.
En fechas más recientes, como diciembre de 1917 y enero del 18, soportó Navarra intensas nevadas, alcanzándose en Pamplona los 22 grados bajo cero, helando las tuberías y dejando las casas sin agua, lo que motivó que los últimos días del año la prensa local organizara cuestaciones para ayudar a la gente humilde a hacer frente al intenso frío.
En la carretera de Tafalla, cerca de Estella, el dos de enero de 1918 apareció un hombre congelado, y el 5 de enero del mismo año "La Merindad Estellesa" señalaba que durante la semana anterior había caído "la más copiosa nevada que ojos estelleses han visto, y el termómetro ha descendido a 18 grados bajo cero durante dos días". La ciudad permaneció bloqueada, "siendo tan sólo los peones portadores del correo los únicos que, aunque con dificultades y retrasos, nos han puesto en comunicación".
La compañía de automóviles "La Estellesa" -seguía la crónica- "envió ayer como prueba uno de los coches últimamente adquiridos, con cuatro de sus operarios y bajo la dirección del [...] mecánico D. Dionisio Casado. Tras muchos esfuerzos, y más patinazos, llegaron junto al caserío de Echávarri (a unos cuatro kilómetros de la ciudad); trayecto en el que invirtieron hora y media. Vista la imposibilidad de marchar en esas condiciones, emprendieron el regreso".
Mientras tanto, las "brigadas de obreros de invierno" que contrataba el Ayuntamiento, tenían que despejar la nieve helada que cubría las calles, utilizando el "pico para desprenderla del suelo".
En 1956, durante los días 3, 8 y 16 febrero se sucedieron tres frentes fríos que tardaron entre dos y tres días, con sus noches, en cruzar la Península -fenómeno que atribuyó la gente a explosiones atómicas rusas-, y durante los cuales Navarra registró la peor ola de frío desde que se tienen registros.
Ese año el termómetro marcó en Pamplona los 15,2 grados bajo cero, y la mayor parte de los días del mes las temperaturas no subieron de los 0 grados. En el campo abundaron las heladas negras -llamadas así, porque no producen escarcha-, dejando los vegetales negros, como chamuscados, destruyendo brotes y, con frecuencia, la totalidad de las plantas.
Con la nieve apareció el lobo, terrible enemigo de los ganaderos. El 5 de enero de 1918 "La Merindad Estellesa" daba la noticia "de que el lobo famoso ya está en las montañas de esta Merindad" haciendo de las suyas. "Hemos oído -decía- que varios de esos pueblos han solicitado del Excmo. Duque de Medinaceli su jauría de perros para dar una buena batida al lobo tan famoso y concluir de una vez para siempre con el dañino animal. El prócer madrileño ha contestado a sus peticionarios diciéndoles que este tiempo es malo para el fin que desean, mas cuando mejore pondrá a sus servicios la jauría de su propiedad".
No tengo noticias de que los canes del Duque estuvieran por estas tierras, pero el lobo siguió causando el terror en los valles situados al pie de nuestras sierras, causando asombro por su gran movilidad (un día se veía en un pueblo, y al día siguiente se tenía noticia de haberlo visto a decenas de kilómetros de distancia), hasta que un frío día de diciembre de 1923, estando el amescoano León Aramburu apostado en Zumbelz a la espera del jabalí, se encontró con que el lobo llegaba a su encuentro. De un certero tiro lo mató, y durante algunos días estuvo expuesto en Estella en el local en que ocasionalmente se proyectaban películas, y que ahora ocupa el bar Pigor.
Fue el último lobo que paseó su figura por nuestras sierras, siglos atrás pobladas de osos, lobos, jabalíes, corzos y venados, considerados, éstos últimos, como "caza real" reservada al rey y a la nobleza, con la limitación de no poder cazarlos cuando hubiese nieve.
Así lo manifiesta la ley dictada a petición de las Cortes de Estella de 1556, la cual prohíbe cazar venados "en tiempo de nieve, so pena de cien libras, repartideras la mitad para el acusador y la otra mitad para nuestras Cámara y Fisco".
Esa limitación no regía para con las alimañas (En 1652 se abonaba seis ducados por cada lobo muerto, y dos por cada cría), contra las que todos años, alrededor de las Navidades, los valles daban batidas que aprovechaban para cobrar ciervos y venados, como los doce que en 1548 cobraron los de Eugui, o los dieciocho que cazaron los de Abaurrea.
Con esta trasgresión, los pueblos -eso decían-, al matar los venados se adelantaban a la labor que la naturaleza reservaba a lobos y osos.
Por Tierra Estella tampoco se quedaban cortos. Las Cortes de 1590 y de 1662, motivadas por los abusos que cometían los de Allo, cazando en el coto de Baigorri venados sin control, cuya carne vendían en las "tablas" con total libertad, insistieron en prohibirla "siempre que no los cazaran dentro de las heredades particulares", lo que, a fin de cuentas, dejaba las cosas como estaban.
Pero la nieve también tenía su utilidad. En tiempos en que no había forma de producir frío ni hielo, la nieve era, con frecuencia, el único elemento que permitía refrescar las bebidas en los calurosos días de verano, además de ser utilizada en el tratamiento de los enfermos.
Para ese fin se conservaba, cubierta de hojarasca, en pozos, simas o leceas habilitadas en los montes, y cubierta de paja en construcciones específicas llamadas neveras.
Cada tres años se subastaba el arriendo de la nieve que a Pamplona se llevaba, principalmente, de las sierras de Urbasa, Andía y Encía, pertenecientes al Patrimonio Real, y los pozos o leceas más importantes eran los de Lerdonburuca y Lerdonburuguibela en Urbasa, los de Saldunce y Comarlecea en Iturgoyen, Zaldún en el límite de Iturgoyen y Urdánoz, y los de la barranca de Beriáin en Andía.
El monopolio del suministro implicaba ciertas condiciones: la venta debía durar de las cinco de la mañana a las diez de la noche en verano, y de las ocho de la mañana a las siete de la tarde en invierno, debiendo entregarse limpia de paja, tierra o sal, y pesada con "balanzas agujereadas, para que se escorra el agua".
El arrendador no podía venderla en ningún otro lugar del reino, y estaba obligado, cuando acababa la que tenía almacenada, a llevarla dentro de un radio de cinco leguas, lo que le resultaba bastante oneroso. Como contrapartida, nadie podía hacerle competencia.
No debía ser un negocio boyante, pues, a los problemas inherentes al suministro, había que sumar las multas con que se penalizaba su incumplimiento, y la dificultad del transporte durante el verano, a lomo de acémila, con el riesgo frecuente de que durante el trayecto se derritiera.
Por San Martín comenzaban a llenar los depósitos, trabajo en el que se empleaban hasta 150 hombres durante cuatro o cinco días.
Y la gente del valle de Goñi, Guesálaz, Yerri y Améscoa aprovechaba los viajes a Pamplona, Estella o Puente la Reina, para transportar nieve en comportas, vendiéndola a las tiendas autorizadas.
Cierto día de comienzos del siglo XVII, un tal Leorín, que tenía arrendado el suministro a Estella, mandó, como de costumbre, a uno de sus empleados a coger nieve de las 2.500 cargas que en la lecea de Zaldún habían acumulado los de Munárriz, en los crudos días de invierno, por encargo del arrendador de Pamplona. Cuando el estellés estaba llenando las comportas, se presentó un guarda con una requisitoria de los oidores de Comptos, mediante la que se le autorizaba el embargo de la caballería.
Al presentarse el nevero en Estella sin nieve y sin mulo, su amo y el Regimiento pusieron el grito en el cielo, afirmando que nadie podía oponerse a que se beneficiaran de lo que la naturaleza había enviado gratis, y afirmando, con gran énfasis, que los depósitos se habían llenado solos.
Paradójicamente, prevalecieron las peregrinas razones de los estelleses. Les fue devuelto el mulo, un escribano subió a la sierra para leer al propietario de las neveras la decisión de Comptos, y los estelleses pudieron seguir beneficiándose del trabajo ajeno hasta que recurrida la sentencia se decidió que los de Estella no pudieran coger nieve que hubiese acumulado el arrendador de Pamplona.
No lo entendió bien el arrendador de Estella. Un día del mes de julio volvió a Zaldún a llenar las comportas, y cuando acababa su labor se presentó el guarda, que se pasaba los días mirando hacia Estella, y le obligó a pagar la carga a buen precio.
No conformes los de Estella, recurrieron, y dada la dificultad de discernir entre lo que se debía a la naturaleza o a la mano del hombre, subió una comisión a la sierra, pidió el testimonio de las gentes de Abárzuza, Iturgoyen, Lezáun y Azcona, la mayoría de las cuales se posicionó a favor de Estella afirmando que hasta avanzado el verano había mucha nieve en las simas, ventisqueros y reposaderos.
El dictamen de la comisión favoreció a los estelleses, el arrendador de Estella siguió bajando nieve, el de Pamplona tuvo que devolver el importe de las 28 cargas que le había cobrado, y mientras los de la capital se quedaron sin nieve el estellés llevó más de 200 cargas a Irache, Peralta, Lerín, Alcanadre y otros lugares.
Volvió a protestar el de Pamplona, y en 1610 volvieron las investigaciones (Ahora en la venta de Zumbelz, perteneciente en aquellas fechas al monasterio de Irache). Recabado el testimonio de los vecinos, uno de Iturgoyen aseguró que la lecea de Zaldún era la mejor, y que "admiraba a los que iban a verla". Otro de Lezáun, con gran seguridad, afirmó que en el fondo de la nevera había nieve de cien años, "tan empedernida y dura que a fuerza de brazos y golpes de ajadón se saca de pedazo en pedazo". No dice el cronista en que quedó la disputa, pero parece que los estelleses continuaron refrescándose a costa del pamplonés.
En Tudela, a cuenta de la subida del impuesto con que el regimiento gravaba la nieve que llegaba desde el Moncayo, la clerecía de la ciudad se declaró en rebeldía, excomulgó al alcalde, se negó a celebrar misa en presencia de los miembros del regimiento, llegó a expulsarlos de los oficios, y decidió traer nieve por su cuenta.
Un caluroso día de julio los canónigos enviaron una galera a por nieve a Tarazona. Enterado el regimiento, se apostó con su gente a la entrada de la ciudad, y cuando el cargamento llegó comenzó la disputa. Las mulas se asustaron con el barullo y el flamear de sotanas, "dieron para atrás" volcando la galera, y la nieve acabó en el suelo.
Los canónigos se alborotaron, el regidor les gritó "que se fuesen con Dios o con el Diablo a su iglesia y no fuesen a buscar ruidos, porque si no, les coxería y les enviaría presos". No se arredraron los clérigos. Lanzaron contra los síndicos los insultos que les dio la gana, y envuelta en latinajos promulgaron la excomunión del regidor.
De nada les sirvió: la nieve fue a parar a los depósitos de la ciudad, y aquel verano de 1616 los tudelanos se divirtieron tirándose bolazos de nieve.
Nota: La mayor parte de los datos históricos está tomada de los tres libros que con el título "Rincones de la historia de Navarra" escribió Florencio Idoate.
Cencellada: Su formación obedece a la presencia de niebla engelante, un tipo de niebla que se produce con temperaturas muy bajas. Es una niebla, la engelante, formada por gotitas de agua que se encuentran en estado de subfusión (estado líquido a pesar de estar por debajo de cero grados). Estas gotitas, en el mismo instante en el que chocan contra un objeto duro o una zona muy fría, se congelan y se quedan adheridas a la superficie, acumulándose.
La fotografía nº 7 es cortesía de Amaya Pérez.
Marzo 2006