Cuando preparo este artículo la ciudad recuerda el centenario de la actual plaza de toros, inaugurada los días 2, 3 y 4 de septiembre de 1917. Aprovecho la oportunidad para recordar los cosos taurinos que a lo largo de la historia ha tenido Estella, anécdotas taurinas, y el papel del clero en el desarrollo de la fiesta.
«El arte taurino, tan español y tan navarro -no faltan autoridades en tauromaquia que otorgan a nuestra tierra la primacía en el arte de Cúchares-», en expresión de José María de Lacarra, se ha practicado en Estella desde tiempo inmemorial, organizadas las corridas por los cabildos eclesiásticos, y por las autoridades civiles, que durante muchos siglos, en este tema, parece que tuvieron un papel secundario.
Para nuestros regidores, fueran civiles o eclesiásticos, cualquier motivo, por fútil o ínfimo que fuera, se festejaba corriendo toros: el patrón de la parroquia, la fiesta de Santiago, la coronación de un rey, las victorias militares -sobre todo si en ellas habían intervenido estelleses-, la llegada de un príncipe a Barcelona, el paso de un rey por la ciudad (en noviembre de 1592, con motivo de la visita de Felipe II, por 300 ducados se compraron en Tudela 18 toros que por el cambio de planes del monarca no se pudieron correr. Los animales llegaron flacos y enfermos, y solitos murieron o tuvieron que ser malvendidos), los partos de las reinas, o, por poner ejemplos más banales, «por haberse regalado un manto a la Virgen de las Antorchas» organizó toros la parroquia de San Juan, y en 1673 se corrieron dos toros en la Plaza de San Martín «por haber ascendido don Jerónimo de Eguía» a una canonjía en la sede pamplonesa. La actividad torera de las parroquias era tal, que todas ellas tenían «mayordomos toreros» encargados de organizar y administrar las corridas.
Y no se reprimían los clérigos. El año 1600, el escribano Fermín de Arellano, regidor de la ciudad, dice que «...el día veinte y seis de junio pasado, en la parroquia de San Juan y plaza del Mercado, se dio una corrida de toros en honor y regocijo de la fiesta de San Juan, como se acostumbra otros años, y la dieron Pedro de Cegama y Tomás Coronel, toreros de la dicha parroquia, y a ver los toros concurrió mucha gente, y el Alcalde y Regimiento también fueron a verlos en cuerpo de Ciudad a la casa de Joan de Astiz, y estando en la dicha casa… acudieron los… toreros a pedir al Alcalde y Ciudad que nadie maltratase a los… toros, y así el Alcalde mandó a Joan de Bona, nuncio y pregonero, que pregonase… que nadie fuese osado de maltratar a los toros ni echar mano de espada contra ellos...»
A pesar del mandato, -sigue diciendo el escribano- «la casa del Licenciado Muez, vicario de la parroquial de San Juan, tenía abierta la puerta… y por ella entraban los toros, a los que varios clérigos detenían y maltrataban… En esta situación, ...acudieron los toreros al dicho Alcalde y Ciudad a pedir que mandase cerrar la dicha puerta... y fue enviado el escribano Miguel de Falces con un recado de parte de la Ciudad al vicario…, a lo que… respondió que también el Alcalde y Regidores cerrasen la puerta de la casa en que estaban, y entonces él cerraría la suya».
Entre los clérigos se hallaba Remiro de Unzué, el cual salía «...con un palo largo a picar a los… toros fuera de la casa…, y por haber picado uno de los… toros con la… garrocha en los soportales, el… toro arremetió tras… D. Remiro y le fue forzoso huir de él corriendo y así tras él entró dentro de la… entrada el… toro...».
El proceso termina con una severa amonestación a don Remiro de Unzué para que viva honesta y recogidamente conforme a su hábito sacerdotal «...y no se atreva temerariamente y con poca consideración a salir a picar los toros, por demás del peligro en que pone su vida, causa mucha murmuración y escándalo...». Se le condena a tres meses de arresto, uno en la Catedral y dos en su iglesia parroquial.
Tanta era la afición, que las parroquias –dice Jimeno Jurío-, al menos la de San Juan, destinaba cada año 4 ducados «para ayuda de traer los toros que se suelen correr al otro día de San Juan Bautista». No gustó el dispendio al obispado, y al girar visita pastoral el licenciado Felipe de Obregón dejó en la parroquia esta orden expresa: «Porque no es cosa lícita que la iglesia contribuya para correr toros, y a ésta se le cuenten cada año quatro ducados, se manda que desde aquí adelante no se asienten a cuenta de la iglesia, porque serán a costa del que los diere».
Como el mandato no prohibía las corridas, sino que destinaran a ellas dinero parroquial, durante los tres años siguientes modificaron la fórmula en las cuentas, destinando los cuatro ducados «para ayuda de las barreras». El visitador diocesano no se tragó el subterfugio, y el año 1600 rechazó las partidas.
El siglo se había despedido con una de las pestes más aciagas de la época moderna. En pocas semanas sembró la desolación en Estella, convirtiendo la ermita de San Lázaro en fosa común de familias enteras, vistiendo de luto a los sobrevivientes. Pues bien, para alegrar los ánimos, los toreros de la parroquia de San Juan organizaron para el domingo infraoctava del Corpus una corrida de toros y otros festejos. Y aunque el visitador consideró el gasto excesivo, lo aceptó por haber sido hecho «por alegrar la gente después de la peste que hubo en dicha ciudad».
Alegría teñida de sadismo, pues las reses eran alanceadas desde rocines, desjarretadas, o cubiertas de mantas llenas de cohetes y bombas tronadoras. Los animales quedaban tan destrozados, que se sacaban fuera de la ciudad para quemarlos. En 1657, por ejemplo, se emplearon en ello más de cuarenta cargas de leña.
Cuenta Florencio Idoate que «el día de San Pedro de 1542, estando el obispo de visita en la Ciudad hubo un auténtico motín popular. Esperando la corrida se pusieron a discutir un sastre y un tejedor. Intervino un soldado para separarlos y, como en Fuenteovejuna, todos los vecinos se metieron con él. La Justicia detuvo al soldado, y en su apoyo acudió la guarnición con las espadas desenvainadas. Cuando este rifirrafe se había calmado, un criado del obispo se empeñó en quitar una barrera para poder pasar con un caballo. Volvió a armarse la marimorena entre el pueblo y el acompañamiento del obispo. Tocaron a rebato las campanas de San Pedro, y acudió el vecindario poniendo en fuga a la gente del obispo y apedreando su residencia sin dejar un cristal sano. Apareció el prelado, calmó los ánimos, pero entonces intervinieron los bandos políticos en que se hallaba dividida la ciudad, y un par de desgraciados pecharon con las culpas».
El 9 de noviembre de 1625 una tremenda riada inundó la plaza de San Martín y la crecida de las aguas amenazaba con arrasar la ciudad. Se cogió la reliquia de San Andrés, se bajó a la vista del agua, comenzando ésta a remitir. Milagro que se atribuyó al Santo. A partir de esa fecha San Andrés fue nombrado patrono (hasta entonces el patrón era San Martín de Tours, del que tomó nombre el primer burgo de Estella) de la ciudad, acordándose el 8 de marzo de 1626 el traslado de su fiesta al primer domingo de agosto (sábado anterior se corrían dos toros, llamados de San Andrés, en la plaza de San Martín, y el lunes otros dos en la plaza de San Juan), acordándose que se celebrara «con fiestas públicas de toros».
Acuerdo que tuvo el reconocimiento del Santo, pues ese día, hacia las ocho de la tarde, apareció «sobre la torre de la iglesia de San Pedro un aspa del tamaño o grandor como de ochenta pies cada brazo, y de color y visos del arco iris, y estuvo fija por el espacio de dos horas». La ciudad mandó a Pamplona un mensajero con la noticia, y el obispo no tuvo más remedio que autorizar el cambio de fecha, poniendo como condición que el 30 de noviembre se siguiera celebrando al Santo.
Pocos años después, al nombrar a la Virgen del Puy copatrona, el 20 de febrero de 1655 el Real Consejo de Navarra autorizó que la ciudad pudiera gastar, durante seis años más, sesenta ducados para celebrar –con toros- la fiesta de la Virgen el primer sábado de agosto.
El cambio de fecha se celebró por todo lo alto: estuvo descubierto el Sacramento, «la ciudad trajo la música e invenciones de fuego con hogueras y luminarias por toda la ciudad la víspera, corrió toros, y en la procesión el Alcalde y Regimiento llevaron el palio de la Ciudad sobre la sancta reliquia; entoldose toda la iglesia y se puso una pirámide que hay de gradas para el Santísimo Sacramento». Se encendió una hoguera en la puerta de la iglesia, se hicieron veinte tiestos grandes para poner luminaria en la torre, y Pedro de Iturmendi fabricó una rueda de nueve luminarias encima de la torre, nos dice Francisco de Eguía y Beaumont. Queda la duda de si ese mismo Pedro de Iturmendi fue el artífice del “milagro”.
Para que no faltara ganado bravo, el 25 de junio de 1560 firmó la ciudad un contrato con Juan Lópiz de Dicastillo para que suministrara toros en las fiestas de San Juan, San Pedro, San Miguel y Santiago. Un año más tarde, el Ayuntamiento encargó a Martín de San Cristóbal, jurado, que fuese a Mendavia (de ahí procedían los toros que se corrían en Estella) y contratase para los próximos diez años el envío de toros y vacas para las fiestas citadas.
Como entonces el ganado se traía a pie, «de 1650 hay una comunicación del alcalde de Estella al abad de Irache, de cuyo monasterio era a la sazón la granja y término de Legardeta, rogándole permitiera pastar en ese paraje los toros de la corrida general que había de celebrarse el día 8 de Agosto inmediato». Uso que se mantuvo hasta entrado el siglo XX, salvo en la época en que “El Majo” organizó los festejos.
En el soto de Legardeta, donde los toros se alimentaban fundamentalmente de carrizos, sucedían cosas curiosas: en 1565, año de un ataque de peste, el Ayuntamiento compró toros en Mendavia, que marcó con una estrella para que fueran reconocidos cuando fueran llevados a correr a otras partes. Se trajeron para torearlos el día de San Juan, y los trasladaron a Legardeta para volverlos a correr el día de San Pedro. Los toros escaparon, volviendo a Mendavia, donde fueron recogidos con mansos y devueltos. Volvieron a fugarse, esta vez a «las Montañas», donde fueron recogidos para torearlos por San Miguel.
«La rivalidad de las parroquias –nos cuenta José Mª Lacarra- obligaba a repartir la fiesta que organizaba el Ayuntamiento: en fiestas de Agosto solían correrse dos toros en la plaza de San Martín la víspera del primer domingo de Agosto, y el lunes en la plaza del Mercado Nuevo (a principios del XIX plaza Mayor, a partir de 1813 plaza de la Constitución, y tras la Gamazada plaza de los Fueros). La corrida se celebraba después de vísperas, y los vecinos cedían forzosamente al Ayuntamiento las ventanas y balcones que daban a la plaza.
El Ayuntamiento, vistas las malas condiciones que reunía la plaza de San Martín, pues estaba mal empedrada, no había más balcones que los de la casa de Ayuntamiento y los de una casa del monasterio de Irache, y pocas ventanas aprovechables pues un lado lo ocupaba el palacio del Duque de Granada de Ega; y vistas además las reducidas dimensiones de dicha plaza, ya que no había sitio para poner tablados ni cabían la décima parte de los vecinos, trataba por todos los medios posibles de trasladar todas las corridas a la plaza del Mercado Nuevo (actual Fueros). Con este motivo tuvo el Ayuntamiento largos pleitos con la parroquia de San Pedro, que defendía los dos toros llamados de San Andrés de la plaza de San Martín como cosa propia; pleitos que no terminaron hasta avanzado el siglo XIX.
En 1667 y 1673 comenzaron los pleitos, que siempre eran fallados en favor de la parroquia. Entre otras cosas, decía el Ayuntamiento que él pagaba todo el gasto de las corridas; que por estar la plaza empedrada con piedras muy menudas no lucían en ellas los toros porque con facilidad resbalaban y quedaban amedrentados, y que a causa de las maderas y otros embarazos que se colocaban en la plazuela de San Martín no podía asistir gran parte de la gente a las vísperas que el sábado se celebraban en la parroquia de San Pedro y era muy poca la que asistía a ellas».
«Solamente en ocasiones extraordinarias –sigue Lacarra- se autorizaba la corrida de los toretes de San Andrés en la plaza de San Juan. Esto sucedió en 1724, que en atención a que se celebraban en Estella Cortes Generales y habría gran concurso de gentes, el virrey, Conde de las Torres, y los tres Estados, permitieron, sin que sirviera de precedente, que se corriesen los dos toros de vísperas en la plaza de San Juan.
En 1779 estaba el virrey en Estella y se hospedaba en la plaza de San Juan; el Ayuntamiento, que trataba de obsequiarlo, solicitó y le fue concedido celebrar la corrida en dicha plaza.
Las discusiones y riñas entre el Municipio y la parroquia de San Pedro continuaron todavía por bastante tiempo. En 1781 trataba la parroquia de celebrar con solemnidad la fiesta de San Pedro: habría vísperas, misa y sermón, y solicitaba del Ayuntamiento su asistencia, al mismo tiempo que le pedía permiso para correr unos novillos la víspera. El Ayuntamiento accedió a lo primero, más para lo segundo mandó que pusiesen paraje cómodo. La parroquia propuso la plaza de San Martín y el Ayuntamiento respondió: "No ha lugar por ahora".
En 1803 quiso celebrar el Ayuntamiento el matrimonio del entonces príncipe de Asturias, que había de ser luego Fernando VII. Se anunciaron en los programas las corridas para los días 27, 28 y 29 de Agosto en la plaza de San Juan. Mas la parroquia de San Pedro hizo una oposición enérgica. El Ayuntamiento, ante el temor de no poder cumplir lo anunciado, propuso a la parroquia que se corriesen dos toros en la plaza de San Martín el día 26 por la tarde. La parroquia se negó. Propuso entonces el Ayuntamiento que se corriesen el día 27 por la mañana, entre nueve y diez, y la parroquia, previo informe de don Felipe Baráibar, accedió a la petición. Todavía en 1815 se planteó una cuestión análoga con motivo de unos novillos embolados».
Pudo ser esta rivalidad parroquial, que en opinión de Lacarra puso fin la construcción de la plaza de toros de “El Majo”, la que impidió que Estella contara con un coso destinado expresamente a correr toros, como en los siglos XVII y XVIII construyeron poblaciones como Viana (plaza del Coso, donde en 1692 se terminó el Balcón de Toros desde el que las autoridades veían las corridas), Tudela (plaza de los Fueros, año 1691), San Sebastián (plaza de la Constitución, 1723, reconstruida en 1813), Bilbao (plaza Nueva, 1829-1851) o Tarazona (plaza de toros vieja,1790-1792), rodeadas de edificios desde cuyos balcones autoridades y vecinos veían los festejos. Tampoco nuestras plazas de San Martín y de San Juan, como sucede en muchos pueblos castellanos, conservaban todo el año el carácter taurino que da la existencia de burladeros de piedra.
Fue una plaza de categoría (proyectada, se cree, por Anselmo Vicuña, arquitecto que dejó buena huella en la ciudad), levantada en piedra de sillería, y con ruedo -casi el doble que el de la plaza actual- sólo superado en España por el de Valencia. En ella cabían casi todos los habitantes de la ciudad, que en aquellos años no llegaban a los seis mil.
Madoz, en su Diccionario, dice: «la plaza de toros recién construida tiene de superficie libre circular hasta la primera valla, 27.777 pies castellanos o 188 de diámetro; siendo la de la plaza de 300; de modo que computando los 90 en cuadro para los encierros, resulta la superficie total de 78.825; los tendidos, gradas y palcos nada dejan que desear, constituyendo un bellísimo conjunto en tales términos, que esta plaza se reputa por una de las mejores de España».
Como dice Madoz, fue una plaza de categoría. Se levantó aprovechando la piedra de sillería de la muralla de San Agustín, y, como no le bastó, el 28 de febrero de 1845 “El Majo” solicitó al Ayuntamiento «la piedra que se aya en el local de San Francisco (convento situado donde ahora está el Ayuntamiento), camino de Los Llanos», por la que pagaré «cuatrocientos reales de vellón». Una vez construida, los mayorales de las ganaderías advirtieron que era «imposible entrar los toros a la plaza sin dar ensanche a la referida pared de la muralla, a fin de que no retrocediesen», por lo que suplica al Ayuntamiento «se le dé licencia para» rebajar «la pared por la parte que pega a la plaza» (Eduardo Peral Chasco).
En su primer año de vida se celebraron festejos los días 29, 30 y 31 de agosto de 1845, en los que se mataron tres toros por la mañana y seis por la tarde, de las ganaderías de Ramón López (Egea de los Caballeros) día 29; de Francisco Lizaso (Tudela) día 30; y de Pablo Elorz y Matías Bermejo (Peralta) día 31, estoqueados por Francisco Arjona Herrera (Curro Cúchares, el más popular torero del momento) y su maestro Juan León, auxiliados por cuatro picadores, seis banderilleros y el Zapaterillo. Al día siguiente, 1 de septiembre, se celebró una novillada para aficionados con reses de Tudela y Valtierra.
El palco para todas las corridas costaba 240 reales de vellón, y el tendido 4 reales por la mañana y 6 por la tarde. En el reglamento se señalaba que «no se permitirá entrar en la Plaza con palo, vara ni zurriaga, sino con bastón de adorno», lo que nos da una idea de la costumbre existente.
Cuando antes del paseíllo “El Majo” preguntó a Cúchares qué le parecía la plaza, éste, viendo huecos en el tendido, y gente que se disponía a presenciar la corrida desde las peñas, contestó: «¡que no ze yenará nunca!» A partir de esta opinión de Cúchares, y de los programas gráficos que nos han llegado, Simón Blasco Salas “Esebese” escribió en 1917 que en ella sólo se celebraron ocho festejos (las corridas citadas y una novillada el 14 de junio de 1848), y que dada su situación, encajonada entre las peñas del Alto Redondo, San Lorenzo y La Rocheta, la afición prefirió gastarse los reales en vino y ver los toros desde el “balcón de los sastres”. Información que todos los que han escrito sobre la plaza dan por cierta, pero no responde a la realidad.
Así, en “La Merindad Estellesa” de 4 de agosto de 1926, Castor Alonso, estellés residente en Madrid, nacido en 1848, afirma que hubo festejos taurinos «en años sucesivos a ese 1848», pues siendo un niño de cinco o seis años, en el año 1853 o 1854 fue llevado por su padre a presenciarlos. Teniendo en cuenta que Esteban Larrión falleció en Zumbelz el 17 de octubre de 1853, en cuya capilla fue enterrado, tiene sentido la opinión de Eduardo Peral, publicada en “Estellicas”, revista-programa de Fiestas del año 2013, de que “El Majo” siguió organizando corridas hasta su fallecimiento, por lo que «la plaza más efímera del mundo» no fue tan efímera como se ha venido diciendo.
A partir de entonces «la plaza quedó abandonada –recordaba Iribarren el año 1969- y a merced de los elementos. Entre los sillares de sus tendidos, que recordaban el vasto anfiteatro de las ruinas de Itálica, brotó, no el amarillo jaramago, sino la humilde hierba y encontraron cobijo las lagartijas. El ruedo donde había toreado el gran Cúchares fue convertido en productiva huerta de guisantes, alubias y melones (huerta era en el año 1917), y más tarde en taller y almacén de una serrería. Cuando la vi por vez primera, hacia 1942, continuaba funcionando la serrería y se veía parte del tendido, con los sillares llenos de un hierbazal vicioso. Me dicen que hoy no queda nada del graderío. ¡Sic transit gloria mundi!, que diría el Eclesiastés».
Dadas las fechas en que se dieron las corridas en la plaza de “El Majo”, queda la duda de si ese año también se cambió al mes de septiembre la celebración de las Fiestas. Lo que está claro es que a partir de la clausura de esa plaza, hasta que se hizo la actual los festejos taurinos se celebraron en la plaza de los Fueros, donde todos los años se montaba una plaza portátil. Para toriles se utilizaba la actual Calleja de Los Toros, que de esa función conserva el nombre.
Fuera porque el año 1916 el toro que tenía que lidiar “Chato Cucletas” saltó la barrera y tuvo que ser abatido por la Guardia Civil, o porque, como decía Luciano Ripa en 1960, el alcalde Federico Fernández Vignau quiso hacer de Estella una población moderna, con calles pavimentadas (Navarrería, subida al Cuartel, Inmaculada…); proyecto no ejecutado de cochiqueras en la plaza de Santiago; el “artístico kiosco” que iba a inaugurar la Banda de Música y las bandas contratadas para Fiestas; urbanización y arbolado con acacias de la plaza de los Fueros; los primeros y “hermosos urinarios” públicos, colocados donde la plaza se estrecha para comunicar con la calle de la Estrella y acceder a la “puerta de los pobres” de la iglesia de San Juan Bautista; Casa Cuartel de la Guardia Civil (presupuestado de 21.723 pesetas y adjudicado a Corpus Salvatierra, con una rebaja de 2.350 pesetas), posteriormente sustituida por la actual; reforma de la calle Fray Diego, que de estrecha y embarrada paso a convertirse en una “magnífica avenida”; Cruz de Peñaguda; proyecto no ejecutado de “variante norte” (Bulevar) y rotura de la trama urbana con la apertura de anchas calles; escaleras del Cuartel, etc. Proyectos todos del arquitecto municipal Matías Colmenares Errea, que también lo fue de “La Teatral Estellesa”, y cofundador y director del periódico semanal “La Merindad Estellesa”.
Nacido en Estella el año 1879, en familia carlista, estudió arquitectura en Barcelona, donde se graduó el año 1910. Con intensa actividad futbolística durante sus años de estudiante (Barcelona, Español, Internacional, árbitro…), en 1912 obtuvo la plaza de arquitecto municipal en Haro, y en 1913 en Estella. El año 1918 fue a vivir y trabajar a Barcelona, donde proyectó el estadio de Sarriá (1923) y obras de interés en la corriente Novecentista. En 1930 presidió el Nuevo Partido del Frente Españolista, y en 1937 «fue muerto por sus obreros, cuando a pesar de aconsejarle que no saliera de su escondite fue a ver una obra que tenía en construcción en Barcelona... Cogido preso, fue ametrallado en Moncada».
Matías Colmenares presentó en enero de 1917 el proyecto que denominó «Circo Taurino, conocido vulgarmente por Plaza de Toros», cuyo origen, decía, databa de la época de los romanos.
En la memoria, Matías se lamentaba de que «aunque la generalidad de estos edificios constan de palcos y gradas en todo su perímetro, en éste tan solo se ha cubierto algo más de un cuarto, no pudiendo cubrir todo por la cuantía del presupuesto».
«De líneas y contornos alegres, de decoración vistosa y desnuda de ornamentación»; con un cuerpo central «de estilo árabe y granadino»; y rematado «con unos detalles a modo de minaretes», según su autor, por su escaso presupuesto, según unos; por falta de terreno (4.490 metros cuadrados, por los que se pagaron a la familia Iturria 12.500 pesetas), según otros (hubieran obligado a hacer una plaza muy pequeña), con toda intención el arquitecto la proyectó sin corrales, sabedor de que no habría más remedio que ejecutarlos ampliando presupuesto y terreno. Pero los estellicas, siempre tan ocurrentes, le dedicaron esta coplilla:
«Vaya un señor arquitecto
que es Matías Colmenares.
Haycho la plaza de toros
y siá dejau los corrales” ».
Proyectada para 5.000 personas, se quedó en 3.910 plazas, suficientes para los 5.600 habitantes con que contaba la ciudad. El palco, escaso, ocupa aproximadamente un tercio de la misma, pues de los 80 previstos sólo se hicieron 20.
Sacada a subasta el 6 de febrero de 1917 en 61.467,15 pesetas (los honorarios del arquitecto ascendieron a 3.995 pesetas), con una rebaja de 8.100 pesetas fue adjudicada al estellés Zósimo Garmendia Osinaga, pero el costo se disparó: el 23 de noviembre de 1918, “La Merindad Estellesa” informaba: El Sr. Ochoa «expone su visita al Arquitecto provincial, encargado por este Ayto en el mes de junio de dictaminar en el asunto del pago por aumento de obra en la Plaza de Toros. El referido técnico informó al Sr. Ochoa de que su dictamen costaría tanto o más que la diferencia a resolver». La semana siguiente, el mismo semanario decía: «Ahí está la plaza de toros, que ha costado una tercera parte más del precio en que se adjudicó la subasta».
Como puede apreciarse en las fotografías, posteriormente sufrió cambios de importancia relativa: se suprimió la cúpula de estilo árabe que coronaba la presidencia, y una especie de balconcillo que recorría la parte superior de las gradas de sombra. A partir del año 1981 llegaron las mejoras que ahora tiene.
La plaza pronto dio señales de vejez. José María Iribarren la describe así el año 1963 (la cita es larga, pero merece la pena): «¡Castiza plaza, pintoresca como una gitana, ondulante como una bayadera y temible como una vampiresa! Construyeron sus muros de ladrillo y los tendidos de cemento. Mejor dicho: los tendidos los hicieron de tierra apisonada y, una vez hecho el terraplén, lo revistieron de cemento, como se reviste con un baño de azúcar el rosco de San Blas. Luego ocurrió lo que era de prever. Que al cabo de los años el piso fue cediendo en muchos sitios, y las gradas, los escalones, fueron plegándose, combándose, de forma que, más que hecha de cemento, parece hecha de turrón de Jijona o de manteca de cacao, de algo blanduzco, que ondula, y sube y baja, y se acuesta y se vence, como derretida por el calor. A trozos, los asientos se inclinan ceremoniosamente perdido el plano horizontal. A trozos, todo el graderío forma badenes de tobogán y las líneas de los escalones se hacen sinuosas, culebreantes... Y hace años, los muros exteriores se veían apuntalados con muletas de cojo […] ¿Cómo en tan poco tiempo llegó la plaza a tan fatal estado? A veces pienso que la plaza estellesa ensayó la vejez prematura para ponerse de acuerdo con la fantasía de Gustavo de Maeztu y con el pintoresquismo de Ignacio Zuloaga […].
Otra característica chocante de esta plaza estellesa es la bondad del público, bondad que llega a extremos de pachorra. La gente va a ella a verse, a matar una tarde, y el tiempo no le preocupa. El aforismo de que en España sólo existen dos cosas puntuales: las corridas de toros y el sorteo de la Lotería, no reza con Estella. Al público estellés el horario le tiene sin cuidado. Quizás contribuya a esto el detalle de que en la plaza no hay reloj y que el único que allí rige es el reloj del sol y de las sombras. Mientras dura la luz, la gente aguanta. Y así, se ha dado el caso de un desencajonamiento, que se había anunciado para las seis, y que acabó a las diez, casi de noche.
Yo he visto una corrida formal, anunciada a las cinco y media, donde a las seis y media estaban en la lidia del primer toro. ¿Que qué pasó durante esa hora de retraso? Os lo diré, contando con que los estellicas no me dejarán mentir. A las cinco y media aparecieron en la puerta de arrastre los matadores. Minutos más tarde saltaron a la arena tres operarios, y se liaron durante un cuarto de hora a la labor agraria de retirar la alfalfa que cubría el ruedo, pues en Estella el redondel hace veces de establo y corral para las vacas emboladas y los cabestros. A las seis menos diez, replegada la alfalfa, la banda de música... atacó un pasodoble torero para animar a las cuadrillas al desfile. No salió nadie. A las seis, la misma banda de música… ejecutó un segundo pasodoble, tan en balde como el primero. A las seis y diez quiso Dios que salieran las cuadrillas, pero salieron sin picadores... y sin caballero en plaza. A las seis y cuarto, cuando todo hijo de vecino esperaba la salida del toro, quien salió fue el caballero en plaza, el cual, como para justificar su retraso, se hartó de dar vueltas y vueltas al galope, sin que a nadie se le ocurriera arrojarle un albérchigo. Eran las seis y veinte al comenzar la lidia.
¿Creéis que el público protestó? Nada de eso. Si esto ocurre en Tudela, en Alfaro, en Calahorra, en Tarazona, se arma en la plaza la de Dios es Cristo. Pero Estella es Estella y está en la zona media de Navarra, en esa zona deliciosa y templada, donde imperan, gracias a Dios, la ecuanimidad y la filosofía.
En la plaza de Estella yo he presenciado lances absurdos, increíbles. Una vez el caballo del caballero en plaza, enloquecido por la carrera a que le sometió su jinete, saltó la barrera de la puerta de arrastre, derribando a su montador. Otra vez, una de las vacas de lidia, al salir por la puerta del chiquero, en lugar de ir al ruedo, dio un salto de costado inverosímil y se plantó en el callejón, dando un susto de muerte a un empleado. Un año, el toro levantó todas las tablas de un burladero dejando inermes a sus dos ocupantes. Otro año las mulillas entraron galopando en la puerta de arrastre, dejándose al toro muerto en medio del ruedo.
Para final diré que en esta plaza y en las fiestas de 1944 ocurrió un incidente tragicómico e imprevisto que recogí en mi libro “Navarrerías”. Helo aquí: La Comisión había organizado un festival de jota en la plaza de toros. Al olor de los premios acudieron cerca de treinta concursantes, entre joteros, cantadoras y parejas de baile. En vista de lo cual, se dispuso, a última hora, que salieran formados, haciendo el paseíllo: primero los joteros, con la rondalla al frente; después los bailarines con la gaita. Como pasaba el tiempo y no salía nadie, el Presidente del festival todo era flamear su pañizuelo blanco y hacer señas para que se iniciase el desfile. Pero nada. Allí se estaban los concursantes, hechos un lío, todos revueltos y sin determinarse a desfilar. El presidente se sulfuraba; hacía gestos y agitaba su pañuelo, ordenando: ¡Primero los cantadores! ¿Qué hacen ahí? ¡Que salgan ya!
Por último, aburrido de ver que ni le oían ni le hacían maldito el caso, no se le ocurrió cosa mejor que mandar tocar la corneta que se emplean para sacar las vacas. Sonó el clarín; ¡Tataratí, tatí...! Al instante, e interpretando los deseos de la autoridad, la rondalla, los joteros y las joteras se pusieron en marcha sobre el ruedo. Pero a la vez (y aquí viene lo chusco) el encargado de abrir la puerta del chiquero (también se necesita ser cerrojo) tradujo el toque en su sentido literal y ocurrió lo espantoso: que cuando la folklórica comparsa se hallaba en medio del redondel, de espaldas al toril, salió de éste una vaca sin embolar, ¡la más fura y rabiosa de la ganadería!, y, a este quiero, a éste no, se hartó de coger gente de ambos sexos.
Una de las joteras, peraltesa, robusta y corpulenta, estuvo a punto de pagar caro el chasco. La vaca fue por ella con la saña de un miura; la cogió y recogió varias veces, se encarnizó con ella y la zarrapoteó sin compasión. Todos creyeron que la había deshecho. Retirada la vaca, se armó la algarabía y trapatiesta que os podéis figurar. Los concursantes la tramaron contra los de la Comisión suponiendo que el incidente no era casual sino preparado. Clamaban otros contra el presidente; éste contra el empleado del cerrojo, quien, a su vez, endosaba la culpa al tocador de la corneta y a quien mandó tocarla en tan mala hora...
La plaza parecía un manicomio. La confusión, el lío, las protestas y las excusas se sucedieron durante una hora larga. El público, compadecido de la cantadora, exigía noticias acerca de su estado y, no fiándose de las que se le daban, reclamó a voz en cuello la presencia en la plaza de la víctima:
—¡¡Que salga la mujer!!
—¡¡Que saquen a la cantadora!!
Hubieron de sacarla, sentada en una silla, conmocionada aún, para que todo el mundo comprobase que nada grave le había ocurrido. Realizada esta curiosa exhibición y aquietados los ánimos, el festival se celebró sin nuevos incidentes.
Aquella noche los joteros foráneos cantaban por las calles esta copla, llena de miga y de oportunidad:
Si vas a Estella a cantar
no dejes de ir acolchada,
pues cuando menos lo piensas
sueltan una vaca brava» (hasta aquí, el relato de Iribarren).
Cuentan las crónicas que el primero que saltó de entre los espectadores al ruedo, «jugándose el tipo», fue el popular Blas Estrada “Barato”. A “Roña”, el torilero, lo metieron en la Corrección, sacándolo pronto porque el pueblo pedía a gritos en la plaza: ¡Que saquen a Rooooñá! ¡Que saquen a Rooooñá!
En su primer año se celebraron dos corridas con toros de casta navarra, procedentes de las ganaderías de Herederos de Zalduendo y de Cándido Díaz, con el espada Antonio Posadas, que mató tres toros cada uno de los dos días, y otro toro que mató el novillero Francisco Peralta “Facultades”, que poco después tomó la alternativa, alcanzando los primeros puestos del escalafón.
Debió ser tanta la alegría del público; llevaba tanto tiempo sin ver toros –en la plaza de San Juan, generalmente se hacían capeas en las que a veces se mataba algún novillo o vaca de deshecho-, que el primer día se dieron cuatro orejas y dos rabos, y la mitad al día siguiente, llevando a los diestros a hombros hasta el pórtico de la Basílica del Puy.
«Para final de los festejos en la Plaza –cuenta Iribarren-, el martes día 4 se celebró una novillada, en la que Charlot, Llapisera y sus botones, lidiaron tres novillos de Alaiza, corriéndose a continuación cuatro vacas para los aficionados. El que hizo de Charlot fue el torero zaragozano “El Plomo”, conocido en Estella por haber actuado anteriormente en las novilladas de la Plaza de los Fueros. Pocos años más tarde le vi actuar en la plaza de Falces. Horas antes de la corrida vio los novillos y le parecieron tan peligrosos que mandó que les cortasen las astas. Los de Falces, enterados del caso, sacaron la canción que hizo época:
¡Ay qué miedo! ¡Ay qué miedo!
¡Ay qué miedo que tiene Charlot!
Porque ha dicho. Porque ha dicho
que le corten las astas al bicho».
El día de su estreno se pagó 2,75 pesetas por el tendido de sombra, 7 la barrera, 5 la contrabarrera, 6 los balconcillos, 7 la meseta de sombra, 5 la 1ª y 2ª filas de la meseta de sol, 4 las filas 3ª y 4ª, 2,25 el tendido de sol, 90 las 16 entradas del palco, 45 las del palco de 8 entradas, y 5,65 pesetas la entrada individual de palco. El cartel anunciador avisaba de que al que saltara al ruedo antes de muerto el último toro se le pondría una multa de 75 pesetas –pocos estelleses podían pagarla- o 15 días de arresto.
En cuanto a toreros, además de los citados, Luciano Ripa recordaba en 1960 a «famosos diestros que ejecutaban la suerte de matar con la perfección que hoy no se estila, como El Algabeño y Jaime Noáin (de Estella, dice). A toreros tremendistas como Cañitas y Saturio Torón. A toreros recios como Zacarías Lecumberri, Torquito, Paco Cester y Nacional II. A toreros pintureros como Eladio Amorós y Pepín Martín Vázquez. A toreros artistas como los Bienvenida. A toreros estilistas como Curro Caro, y dominadores como El Obispo, Fuentes Bejarano y Julián Marín. Pero quien dejó huella más profunda en nuestra memoria a su paso por el ruedo estellés fue don Juan Belmonte y García, el as de ases y señor entre los señores que con un desinterés plausible vino desde Sevilla para tomar parte en una corrida benéfica.
Las puertas de la plaza estellesa –sigue Ripa- estuvieron siempre abiertas para los aspirantes de nuestra tierra, y por ellas pasaron Navarrito de Morentin, El Chico del Matadero, El Chico de Artajona, El Chico de Olite, Manolo Moneo Alaiza Cándido Tiebas El Obispo, El Chele, Angelillo de Lerín, los Zúñiga, Gracia, etc. y la nueva hornada donde se alinean los estelleses Marquitos, Navarrito, El Cadenero y El Cantinero, todos con verdadera afición y más ilusiones en su mente que lentejuelas en sus trajes.
En ella –finaliza- no salen los toreros frente a la presidencia, como en otras que conozco. Aquí el patio de caballos está situado a la derecha del palco presidencial. Allí los toreros esperan impacientes, cigarro tras cigarro, que la banda les llame con ese pasodoble castizo y español que invita al paseíllo. Y cuando su andar garboso les lleva al centro del redondel, giran hacia su izquierda para presentarse ante la presidencia y cumplir con el saludo de rigor».
Pero de lo más interesante a destacar es la presencia de las mozas en el ruedo, en el llamado “novillo pa´ las chicas” que tanto alegraba las Fiestas. Toreaban las mozas vestidas con faldas, y entonces eran muchas las que no llevaban braga, por lo que al ser cogidas enseñaban el culo. Y si entonces «era mucho ver una pantorrilla, pues ver un culo…», recuerda M. López.
José María Pérez Salazar ensalza a las mozas toreras con este verso:
«Estella: gracia y esencia
de las fiestas patronales.
No hace falta la presencia
de diestros profesionales,
pues decisión femenina,
ante la vaca traidora,
pone sal toreadora
ante afilados puñales,
y en suerte dominadora
a la res vence y domina».
Algunas anécdotas en torno a la plaza:
Cierto día de Fiestas de 1934 o 35, en pleno festejo, un «avión apareció por Zaldu, apuntando su morro al centro del ruedo. El público se agachó, escondió la cabeza entre los brazos y cerró los ojos, hasta que se oyó un fuerte ruido de choque, producido por el avión que, al ascender vertiginosamente, había roto una parte del muro de la llamada puerta de caballos. No se explica cómo pudo continuar, aunque zigzagueando y sin perder la cola». Diego Sinfray (coincide con él Joaquín Mª Boneta), de quien transcribo la anécdota, dice que el piloto fue el estellés Jesús Artegui, que quiso deslumbrar a su novia, presente en los tendidos.
Ricardo Erce, por el contrario, dice que a principios de los años 30, el aviador Luis Navarro Garnica, de Allo, acompañado por el estellés Eugenio Ochoa, al mando de un biplano Breguet Sesqui que había participado en el desembarco de Alhucemas, entró con la avioneta en la plaza, con tan mala suerte, que no pudo remontar lo suficiente y con el patín de aterrizaje que llevaba en la cola derribó parte del muro del tendido de sol.
Bendecida con asistencia del público, toreros y autoridades, y animadas las faenas por la banda del Regimiento Bailén, la nueva plaza atrajo mucha gente. Decía el corresponsal de “El Pueblo Navarro”: «Siguen el bullicio, la algazara y el ruido que son tradicionales en nuestras fiestas y que este año aparecen mezclados el ruido de un tinte exótico y una afluencia extraña de forasteros que en otras ocasiones no nos hubieran visitado y este año han venido a inaugurar nuestra Plaza de Toros».
Entre otros, el político catalán Francisco Cambó, diputado regionalista y en 1921 ministro de Fomento y Hacienda, asistió a la corrida del día 2 de septiembre de 1917, desplazándose desde el Balneario de Betelu, donde todos los años pasaba unos días tratando su delicada salud. En 1909, Eduardo Dato, presidente del Congreso de los Diputados, pasó por Estella en el último día de sus fiestas (Fue presidente del Gobierno en tres ocasiones entre 1913 y 1921).
A principios del siglo XX la afición estaba en auge, y por los años veinte se publicaba el periódico “Estella Taurino”, del que se vendían quinientos ejemplares (no tengo más noticias que esta que nos da su editor, Luciano Ripa, en 1960).
Sin señalar fecha, Ángel Santamaría, de Bilbao, recordaba en 2008 que en vísperas de fiestas actuó una Compañía de Revistas en la plaza de toros con señoritas en cueros vivos, lo que produjo la invasión del escenario o tablado instalado al efecto por parte de los más exaltados admiradores de la desnudez femenina, acabando aquello como el Rosario de la Aurora.
En 1933 se creó el “Comité Por Baile de la Era”, con el objeto de recuperar la danza. Los Hermanos Elizaga, gaiteros, lo enseñaron a bailar en una casa de la calle Ruiz de Alda, completando los ensayos en la plaza de toros.
Los años 1916 y 1917 el Dr. Simón Blasco Salas publicó los primeros programas en forma de libreto, lo que no se hacía en Navarra. «Ahora –recordaba décadas después Blasco- está en boga en todos los pueblos de alguna importancia. Se compone de muchos anuncios, algún artículo con ellas (las fiestas) relacionado, otros referentes a la ciudad en proyecto o realizados, y en las páginas centrales el programa de fiestas». Desde aquel año, de forma ininterrumpida, se han editado todos los años entre uno y tres de esas revista-programa, y gracias en buena parte a ellas se pueden hacer trabajos como el presente.
Según recoge Iribarren, el de 1917 se trata de un folleto de diez hojas, con muy pocos anuncios. El de Mi Tienda (camisas a medida), el de la Clínica Ortopédica Prim, de Alsasua (piernas y brazos artificiales, corsés, fajas, y bragueros para la hernia), el del arquitecto Colmenares (constructor de la Plaza de Toros y del quiosco de la Plaza de los Fueros), el de la relojería y armería de Estanislao Sola “Bocha” (donde anuncia relojes de torre y de pared, gafas y lentes graduación de la vista, lámparas de filamento metálico, pararrayos y piezas para bicicletas) el de Fulgencia Díaz de Cerio (que ofrece un extracto fluido de azufre contra el oidium de los viñedos) y el del Sanatorio Quirúrgico y Policlínica de Blasco Salas y Lorente Ulibarri.
Blasco, que entre otras muchas cosas fue durante 40 años ininterrumpidos médico en la plaza de toros, recordaba: «Soy el más antiguo y el decano de los médicos de plaza de toda la nación». A su iniciativa, y petición de la Asociación de Auxilios Médicos de Toreros, el 27 de marzo de 1926 se organizó el servicio médico de las plazas de toros de España.
A uno de los balcones de la plaza de los Fueros se asomó muchas veces Carlos VII para ver desfilar a sus voluntarios en la víspera del combate. Desde el mismo balcón, doña María de las Nieves vio un encierro de toros y la horrible cogida de un mozo valentón. «Nos dijeron —escribe en sus Memorias— que por sus pies fue a casa, pero al día siguiente supe que fue con los pies por delante como volvió a su domicilio. Muerto».
Ese «día siguiente» era el de la batalla de Montejurra, año 1873.
El año de su inauguración, un grupo de cuatro estelleses quisieron probar fortuna como empresarios y organizaron una novillada el día 3 de diciembre, con motivo de la Feria, en la que toreó el novillero Zacarías Lecumberri, de Busturia. Amaneció con una gran nevada, siendo un gran fracaso de público. Ahí terminó la aventura de los emprendedores.
En la plaza de San Juan toreaba un diestro de Pamplona llamado “Gastoncillo”. El primer toro no quiso saber nada de él, y saltando la barrera fue a Dicastillo, de donde procedía. Cuando salió el segundo toro, cayó una tromba de agua y “Gastoncillo” toreó con un paraguas que le lanzó un espectador. No debió ser un engaño muy eficaz, pues el toro lo cogió por el bolsillo y lo paseo por todo el ruedo. Después el público le cantaba:
«Gastoncillo, Gastoncillo,
te ha metido el toro
el cuerno, por el bolsillo».
En otra ocasión, Estanislao Jiménez Flonte “El Tordo”, trajo de Filipinas un abanico de abacá que todas las damas querían comprar. Decidió vender boletos y sortearlo. En esas estaba cuando soltaron una vaca que lo volteó varias veces y destrozó el abanico.
Una de las vacas más famosas de los últimos tiempos fue “Liosa”. El año 1994 se escapó de la plaza, y al cabo de tres meses la encontraron en el monte de Grocin, limítrofe con Estella.
En 1925 tres toros mataron nueve caballos. El cuarto toro fue tan manso, que no embistió ni poniéndole banderillas de fuego. En la novillada de aquél año, el novillero no acertó con la faena y el animal volvió por su propio pie a los corrales. En vista del fracaso, cuenta Satrústegui que delante del público se cortó el diestro la coleta.
El año 1931, el sorteo de las cuadrillas que iban a participar en la becerrada designó a los jóvenes Alejandro Gómez de Segura, Juan Bezunartea y Eulalio Barbarin para actuar el martes. El Ayuntamiento había publicado en "La Merindad Estellesa" el anuncio de convocatoria para el sorteo de las cuadrillas y se presentaron la cuadrilla "La Bota" con Luis López, J. Vergara y A. Garbayo; la de Julio Ros, incluía al mismo como matador y a Herminio Nuin y Mario Lanz, como banderilleros. Como peones estaban José Lizaso, Juan Ganuza, Nicolás Ruiz y Cirilo Zunzarren. Se indicaba que todos ellos eran mayores de 23 años, que era la edad mínima exigida; la de "El Tablón", presidida por Valentín Urra Platero "El Maño", se presentaba como matador. Actuaba de Sobresaliente, Jacinto Isaba, como banderilleros, Crisanto López y Vicente Irujo, como peones Simón Leza, Epifanio Vidarte y Lucio Garagarza; la de Juan Bezunartea se incluía a él como matador. Sobresaliente, Gonzalo Nuin, como banderillero a Bernardino García y como peones a José Zorrilla, Ángel Elcano, Emiliano Aranaz y Manolo Echeverría; la de Julián Irastorza, se incluía a él como matador. Banderilleros a José Arce y Emiliano Ezcurra, peones a Luis Rada, Felipe Vidaurre, Policarpo Soto y Antonio Zuasti, como puntillero actuaría Ángel Cubillas; y la de Julián Sembroiz se incluía a el como matador. Banderilleros, Alejandro Gómez de Segura y Román Ganuza, como peones actuaban Pedro Sembroiz, Carmelo Oses y Silverio San Martin.
Contaba José Luis Larrión Arguiñano, que en la plaza se presentó un torero que durante el viaje había perdido el traje de luces, y se disponía a torear de “corto”, lo que permite el Reglamento. Hizo el paseíllo, y fue llamado por el Presidente del festejo:
—¿Usted no tiene traje de luces?
—Sí, señor; pero durante el viaje lo he perdido.
—Pues así no sale usted al ruedo.
—Hay un Sindicato que me ampara y, según lo previene, por fuerza mayor puede torearse así.
Pero sepa usted que está en Estella.
—¡Áh!
Y no toreó…
Zuloaga, acompañado por el célebre pintor catalán José María Sert y por la esposa de éste, estuvo en Estella en el mes de junio de 1920. Zuloaga, que ya conocía Estella y que era un apasionado admirador de su cielo y de su paisaje, de sus calles y sus iglesias, le enseñó la ciudad a su amigo, y Sert quedó tan maravillado de la ciudad del Ega que pensó establecer en ella su taller de pintura. Zuloaga y él hablaron de ello con el alcalde Ricardo Polo, y éste quedó conforme en que Sert construyese su estudio en las ruinas del convento de Santo Domingo. El pintor eibarrés, en este viaje del año 20 o en otro posterior, debió de tomar notas o pintar algún cuadro en Estella. Digo esto porque en uno de los retratos grandes que le hizo a Juan Belmonte hacía 1924 figura como fondo un paisaje estellés. Una vista convencional, en la que puede verse la actual plaza de toros —la construida el año 17— y al fondo de ella parte de la ciudad, la torre de San Pedro y la Peña de los Castillos.
Septiembre 2017